
El péndulo del poder: del abuso policial a la violencia militante
OPINIÓN Agencia de Noticias del Interior



- Argentina atraviesa una regresión institucional impulsada tanto por el oficialismo como por el kirchnerismo.
- El nuevo estatuto de la Policía Federal habilita detenciones sin orden judicial y ciberpatrullaje, violando garantías constitucionales.
- El gobierno justifica restricciones a libertades en nombre del orden, contradiciendo su discurso liberal.
- La figura del lobista Leonardo Scatturice revela vínculos opacos entre poder y estructuras de inteligencia.
- El kirchnerismo responde con violencia simbólica y física, y denuncia “proscripción” pese a condenas judiciales firmes.
- Ambos sectores degradan las reglas republicanas y alimentan la polarización, debilitando la democracia.
Por momentos, la Argentina parece haber olvidado que el Estado de derecho no es solo una consigna democrática, sino un límite claro al poder. Hoy, el país transita un preocupante proceso de regresión institucional impulsado tanto por el oficialismo libertario como por el kirchnerismo opositor. En esta escalada autoritaria, ambos extremos del espectro político se acusan mutuamente, pero coinciden en algo esencial: el desprecio por las normas que equilibran el poder y protegen los derechos de los ciudadanos.
El gobierno de Javier Milei, con el respaldo entusiasta de Patricia Bullrich, avanza con un nuevo estatuto para la Policía Federal que roza —y a veces atraviesa— los límites constitucionales. Por decreto, sin debate parlamentario, se habilita a los efectivos a detener personas sin orden judicial, requisar pertenencias o realizar tareas de ciberpatrullaje en redes sociales. La fórmula “presunción de delito” revive fantasmas de un pasado donde el simple hecho de no portar un documento podía significar perder la libertad. Una vez más, se traslada a la policía el poder que la democracia había reservado a los jueces.
Se trata de un salto atrás disfrazado de modernización. ¿No era este el gobierno que juró limitar al Estado en nombre de la libertad individual? Resulta que la libertad es innegociable para el mercado, pero parece opcional cuando se trata de la calle o de las redes. En nombre del orden, se reeditan prácticas propias de regímenes que la democracia argentina tardó décadas en superar.
No sorprende que detrás de este giro haya figuras polémicas. La reciente contratación del lobista Leonardo Scatturice —personaje de pasado oscuro, conexiones con exagentes de inteligencia y fortuna inexplicable— revela otro costado preocupante del poder: su propensión a rodearse de los que operan en las sombras. ¿Cómo justificar la cercanía de un asesor vinculado a la SIDE y a la UIF, con acceso privilegiado a datos sensibles de millones de argentinos?
Mientras tanto, del otro lado de la grieta, el kirchnerismo agita su narrativa victimista. Cristina Kirchner está condenada por corrupción, inhabilitada para ejercer cargos públicos, y sin embargo sus seguidores denuncian “proscripción” y organizan manifestaciones que muchas veces derivan en violencia y amenazas contra jueces. El ataque a Canal 13 y TN, las intimidaciones a los magistrados que intervinieron en su condena, y la persecución simbólica a los fiscales que iniciaron las investigaciones, forman parte de una campaña de acoso y presión incompatible con cualquier sistema democrático.
No hay inocentes en esta escena: mientras unos avanzan con decretos que erosionan libertades individuales, otros responden con violencia discursiva y física, escudándose en el discurso de la resistencia. Ambos sectores parecen haber renunciado a gobernar o hacer oposición con las reglas de la república. Prefieren un juego de suma cero, donde el adversario no es un contendiente legítimo, sino un enemigo a destruir.
Este clima tóxico no es casual ni pasajero. Es funcional a liderazgos que necesitan polarización constante para sostenerse, aunque sea a costa de debilitar las instituciones. La justicia, atrapada entre presiones cruzadas, se transforma así en campo de batalla o moneda de cambio. Y la ciudadanía, una vez más, queda rehén de un conflicto que empobrece el debate y erosiona la confianza en el sistema.
La pregunta ya no es si hay riesgo democrático




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