Prisión domiciliaria: cuando el derecho choca con la conveniencia

OPINIÓN Agencia de Noticias del Interior
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  • El debate sobre la prisión domiciliaria de Cristina Kirchner es legal, pero también político y ético.
  • La pena de prisión busca la resocialización, no solo el encierro.
  • La prisión domiciliaria, pensada como excepción, se usa cada vez más como solución cómoda, sin control ni tratamiento.
  • En casos de corrupción pública, una pena mal ejecutada transmite impunidad.
  • La edad no garantiza automáticamente el beneficio si no hay problemas de salud o seguridad.
  • El Poder Judicial debe aplicar la ley con rigor para preservar la credibilidad y la igualdad ante la ley.

Por estos días, el país entero observa con atención una disyuntiva que, aunque revestida de tecnicismos jurídicos, encierra un debate profundamente político y ético: ¿debe la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner cumplir su condena en prisión domiciliaria? Tras la decisión de la Corte Suprema de dejar firme su condena en la causa Vialidad, el foco se trasladó al modo en que se ejecutará la pena. Y aquí, lo que debería ser un procedimiento técnico regulado por la Ley de Ejecución Penal, se ve invadido por presiones, especulaciones y un preocupante desconocimiento sobre los fines de la pena y el funcionamiento del sistema penitenciario.

La ejecución de la pena privativa de libertad no se reduce al encierro físico. Por ley, se trata de un proceso de tratamiento progresivo que busca no solo sancionar, sino también reeducar, resocializar y reintegrar al condenado. El régimen progresivo —observación, tratamiento, confianza, prueba y eventual libertad— está diseñado para permitir que el interno avance, mediante su conducta, hacia una reinserción responsable en la sociedad. Pero este sistema solo funciona cuando se aplica con seriedad, bajo control estatal y con intervención técnica continua.

Es aquí donde la prisión domiciliaria muestra sus grietas. Aunque pensada como una excepción humanitaria ante condiciones extremas (edad avanzada con dolencias, enfermedades graves, situaciones de discapacidad), ha ido derivando en una solución de comodidad. En los hechos, el sistema penitenciario no participa activamente en el tratamiento de quienes cumplen su condena en sus casas. No hay control interdisciplinario, ni programas de resocialización, ni seguimiento real. Hay encierro, sí, pero sin contenido penitenciario. Y eso, legalmente hablando, desnaturaliza la pena.

Este punto se vuelve más delicado cuando hablamos de condenados que ocuparon cargos públicos y que, en el ejercicio del poder, incurrieron en delitos que dañaron directamente a la sociedad que juraron representar. En esos casos —como en los de corrupción estructural— el mensaje que transmite una pena mal ejecutada es de impunidad, y la percepción social es clave en la reconstrucción de la confianza en el sistema judicial.

La prisión domiciliaria no puede transformarse en el atajo de los poderosos ni en un beneficio de aplicación automática por cuestiones etarias. Como bien establece la ley, la edad es un criterio posible, pero no una garantía. Si además no existen razones de salud ni obstáculos insalvables de seguridad —como sostienen los fiscales federales y el propio Servicio Penitenciario—, el pedido pierde sustento.

Los jueces tienen ante sí una gran responsabilidad. De su decisión no solo depende la suerte de una persona condenada, sino también la credibilidad de todo el sistema penal. Si se desvirtúa el fin de la pena, si se aplican excepciones sin fundamentos reales, si se convierte la prisión domiciliaria en regla por conveniencia, estaremos vaciando de contenido uno de los pilares de la democracia: la igualdad ante la ley.

Hoy más que nunca, aplicar con firmeza la ley es una obligación moral. No para castigar con ensañamiento, sino para garantizar que el derecho no siga siendo percibido como un privilegio de pocos. Porque cuando la justicia se convierte en selectiva, deja de ser justicia.

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