No fue corrupción, fue una sensación mal interpretada

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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  • Negación sistemática: Durante los gobiernos de Cristina y Alberto Fernández se desacreditaron preocupaciones sociales como la inseguridad, la pobreza y la corrupción, tildándolas de "sensaciones" o manipulaciones mediáticas.
  • Desconexión con la realidad: El kirchnerismo minimizó percepciones populares, acusando a quienes señalaban problemas de estar influenciados o ser parte de conspiraciones.
  • Confirmación judicial: La condena a Cristina Kirchner por corrupción en la causa Vialidad ratificó judicialmente lo que muchos ya sospechaban.
  • Respuesta del kirchnerismo: Se respondió deslegitimando el fallo y volviendo a insistir en la narrativa de que todo es una construcción política.
  • Hartazgo social: Hoy, la sociedad se siente moralmente traicionada; la sensación de estafa es generalizada y transversal, y no puede ser ignorada por la política.

Durante los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner y, más tarde, de Alberto Fernández, una frase se repitió como consigna oficial: "la inseguridad es una sensación". Era una forma elegante —o cínica— de desacreditar el temor genuino de miles de argentinos que vivían atrapados entre rejas, alarmas y miedo. La pobreza, a su vez, era presentada como una construcción mediática, una exageración amplificada por ciertos sectores interesados en “hacerle daño al modelo”. Y la justicia, cuando no acompañaba al relato oficial, era automáticamente tildada de corporativa, golpista o funcional a intereses espurios.

Por años, buena parte de la dirigencia kirchnerista se aferró al discurso de que las sensaciones populares eran, en el mejor de los casos, manipulaciones mediáticas, y en el peor, delirios de clase. Si alguien decía sentirse inseguro, era porque había visto mucho noticiero. Si alguien hablaba de pobreza, era porque no entendía el nuevo paradigma de redistribución. Y si alguien señalaba actos de corrupción, era porque formaba parte del “lawfare”.

Sin embargo, hay una vuelta del destino —o del humor social— que no deja de ser irónica. Hoy, muchos ciudadanos en Argentina dicen sentirse profundamente hartos, defraudados y, sobre todo, moralmente ultrajados. Y esa también es una sensación. No está respaldada únicamente por estadísticas ni por editoriales opositoras. Es una percepción íntima, extendida, transversal a clases sociales y orientaciones políticas. Es la sensación de haber sido gobernados durante años por personas que, lejos de administrar los bienes públicos con probidad, se sirvieron de ellos como si fueran patrimonio personal.

La condena a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción en la causa “Vialidad” no fue un baldazo de agua fría. Para muchos, fue apenas la confirmación judicial de una sospecha extendida. El fallo de la Corte Suprema ratificó lo que buena parte de la población ya daba por descontado: que hubo un esquema sistemático para que, a través de empresarios amigos a los que se les otrorgó jugosos contratos de obra pública, con sobreprecios y sin control, perpetrar el más fabuloso robo a las arcas del Estado de todos los tiempos, enriqueciéndose ella y su entorno de manera inimaginable. No se trata de una opinión aislada, sino de un proceso judicial que avanzó con pruebas, peritajes y garantías procesales. No fue un invento del periodismo ni una conspiración internacional.

Sin embargo, lo llamativo no es sólo el fallo. Lo que resulta revelador es cómo el kirchnerismo respondió al mismo: deslegitimando el proceso, acusando a los jueces, y una vez más, apelando a la idea de que todo es una sensación construida. Que la corrupción no existe, que la condena es política, que los verdaderos corruptos están del otro lado. La misma lógica negacionista que antes desacreditaba la sensación de inseguridad, hoy desacredita la sensación de estafa moral.

Pero la gente no es tonta. Puede no leer el expediente, pero ve. Observa. Percibe. Percibe que mientras los jubilados contaban monedas, algunos funcionarios vivían como jeques. Percibe que mientras se hablaba de justicia social, muchos se enriquecían sin justificar el crecimiento de su patrimonio. Percibe que el relato de la inclusión fue, muchas veces, una coartada para justificar el saqueo.

Las sensaciones no son datos duros, es cierto. Pero tampoco son desechables. La política que subestima lo que la gente siente —dolor, miedo, hartazgo— corre el riesgo de desconectarse de la realidad. Y cuando la justicia confirma esas sensaciones, la desconexión se vuelve irreversible.

Hoy, más allá de tecnicismos legales, de teorías del lawfare y de relatos defensivos, hay una parte del país que siente que fue víctima de una gran traición. Una sensación que no necesita pruebas documentales para doler. Porque a veces, la verdad no necesita ser probada una y otra vez: alcanza con vivirla.

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