




- Karina Milei es la figura más poderosa del gobierno después —y a veces por encima— de su hermano Javier, aunque no tiene cargo formal ni exposición pública.
- Ejerce un poder central, silencioso y vertical, controlando candidaturas y negociaciones políticas.
- Su influencia se basa en la lealtad incondicional al Presidente y en su rol como garante del proyecto libertario.
- Sin embargo, su poder enfrenta límites crecientes: falta de apoyo popular, desgaste interno y contradicciones con el discurso anti-casta.
- Su liderazgo es firme pero frágil, y su permanencia dependerá de si logra sostener legitimidad más allá del círculo íntimo.
Por más que se empeñe en cultivar una imagen austera, servicial e incluso doméstica, Karina Milei es hoy la figura más poderosa del gobierno después (y a veces por encima) de su hermano Javier. Sirve helado, alcanza vasos de agua, hace llamados desde su celular personal. Pero tras esa fachada de sencillez se esconde una operadora política implacable, capaz de vetar candidatos, desplazar aliados y trazar los límites del poder real dentro del mileísmo.
No es ministra, no tiene ambiciones visibles, no da conferencias de prensa ni gira por los medios. Y sin embargo, nada importante sucede sin su visto bueno. El mensaje es claro: en La Libertad Avanza se puede debatir casi todo, excepto dos cosas sagradas: la conducción del presidente y el proyecto político que ella misma encarna para expandir su fuerza en todo el país. El que ose cuestionar cualquiera de esos pilares queda condenado al destierro. Lo vivió en carne propia la vicepresidenta Victoria Villarruel, primero ignorada, luego desplazada y finalmente insultada por el propio presidente. Un castigo ejemplar.
La figura de Karina se consolida al calor de esa lealtad incuestionable. Es, como algunos dicen, “el único vínculo estable” del poder libertario. No necesita cargos para mandar. Es un poder que no se delega ni se discute, sino que se ejerce de forma vertical, a veces con suavidad, muchas otras con dureza. Las listas de candidatos pasan por su escritorio, no por las estructuras partidarias. Las negociaciones con gobernadores, como se vio en Corrientes y Mendoza, se encauzan o se rompen en función de su criterio. Pareja, los Menem, los “territoriales” o los “celestiales” son apenas piezas en un tablero que ella arma y desarma según su estrategia.
Pero ese mismo poder empieza a mostrar límites. Las encuestas no la acompañan, y el peso simbólico que Javier Milei intenta transferirle —apareciendo con ella cada vez más en público— no logra modificar la percepción social. ¿Por qué? Quizás porque su poder se construyó a la sombra, en los pasillos del poder, no frente a la ciudadanía. Y quizá también porque muchos empiezan a advertir que bajo el relato épico de la lucha contra la “casta” se reciclan viejas prácticas: punteros del PJ, armadores reciclados del kirchnerismo o el massismo, y candidatos con prontuario más que con currículum.
La paradoja es inquietante: en nombre de la renovación política, Karina Milei se rodea de lo más rancio del sistema que dice combatir. Y lo hace sin dar explicaciones, blindada detrás de su rol institucional y del afecto de su hermano. Entre tuiteros despechados, acuerdos que se caen y un territorio electoral que se le resiste, la construcción del poder de Karina parece firme pero frágil, central pero vulnerable. No hay dudas de que hoy manda. La incógnita es cuánto durará ese poder sin legitimidad pública, sin resultados palpables y con aliados que se suman por conveniencia, no por convicción.
El poder de Karina Milei es real. Y como todo poder real, no necesita proclamarse: se ejerce. Pero en la Argentina, la historia demuestra que el poder que no se refrenda en las urnas ni se explica con claridad, suele terminar en aislamiento o en caída.






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