Formar médicos, no explotarlos: el desafío pendiente del sistema de residencias

OPINIÓN Agencia de Noticias del Interior
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  • El sistema de residencias médicas está en crisis: perdió su sentido formativo y se volvió un esquema de precarización.
  • La residencia debe ser una etapa educativa clave, con supervisión y acompañamiento, no solo trabajo asistencial.
  • Hoy los residentes asumen responsabilidades excesivas por falta de médicos de planta y recursos, lo que genera desgaste físico y emocional.
  • Los cambios propuestos por el Ministerio de Salud apuntan a revalorizar el rol del residente, pero requieren inversión, mejoras laborales y formación docente.
  • No se puede formar médicos desde el agotamiento; sin cuidar a quienes se forman, no se puede cuidar adecuadamente a la sociedad.

Mucho se viene discutiendo en los últimos días sobre el sistema de residencias médicas, a raíz de los recientes cambios impulsados por el Ministerio de Salud de la Nación. Más allá de lo técnico, el debate expone una realidad insoslayable: la residencia médica está en crisis, y no solo por falta de recursos o estructura, sino porque ha comenzado a perder de vista su razón de ser.

Las residencias médicas no son un simple período laboral. Son —o deberían ser— la etapa formativa más intensa, decisiva y transformadora en la carrera de un médico. Allí se forja no solo el saber técnico, sino también el compromiso humano y ético. Es donde el estudiante se convierte en profesional, donde el conocimiento teórico se vuelve experiencia viva, y donde se aprende que ejercer la medicina es también sostener al otro en la vulnerabilidad, en el dolor, y a veces, en la muerte.

Sin embargo, lo que debería ser un postgrado de excelencia, cuidadosamente supervisado y pedagógicamente planificado, ha ido derivando en muchos hospitales y clínicas —públicos y privados— en un esquema de precarización encubierta. La figura del residente ha dejado de ser la de un profesional en formación para transformarse, en los hechos, en la de un trabajador subremunerado, exigido al límite, con altísimas cargas asistenciales y escaso acompañamiento docente.

El rol formativo, desplazado por la urgencia

La esencia de la residencia es formativa. Se trata de un trayecto estructurado, con duración de entre cuatro y cinco años (según la especialidad), que incluye guardias rotativas, supervisión progresiva y participación activa en la toma de decisiones clínicas, bajo la guía de médicos de planta y jefes de servicio. Cada paso debe estar acompañado, evaluado, corregido. El residente aprende haciendo, sí, pero no solo: lo hace con otros, en equipo, con respaldo profesional.

Ese modelo, sin embargo, hoy se ve tensionado por un sistema de salud colapsado, con falta de recursos, profesionales mal pagos y estructuras sobrecargadas. En ese contexto, el residente ha pasado a cubrir funciones que deberían estar a cargo de médicos formados. La falta de supervisión, las guardias extenuantes, la ausencia de espacios formales de actualización y discusión clínica son moneda corriente.

La situación no solo erosiona la calidad formativa: también daña profundamente a los propios residentes, sometidos a un nivel de desgaste físico y emocional alarmante. Trabajan muchas veces más de 70 horas semanales, sin descansos adecuados, en entornos que no siempre los contienen ni los respetan. Y lo más preocupante: todo esto ocurre en nombre de una supuesta “vocación” que, lejos de protegerlos, los empuja al borde de la naturalización de la precariedad.

¿Qué modelo de médico queremos formar?

El planteo de fondo es profundo: ¿qué tipo de médico queremos formar? ¿Uno que sepa resolver cuadros clínicos, pero no haya tenido tiempo ni acompañamiento para reflexionar sobre su rol, sus límites y su humanidad? ¿Un profesional técnicamente apto, pero emocionalmente exhausto, resentido con el sistema que lo formó?

Los cambios que propone el Ministerio de Salud deben ser analizados a la luz de este interrogante. Si se aspira a jerarquizar la figura del residente como sujeto en formación, es un paso valioso. Se habla de reequilibrar la balanza entre lo asistencial y lo pedagógico, de garantizar supervisión adecuada, tiempos de descanso, y de revalorizar la función docente de los médicos de planta. Todo eso es, sin dudas, necesario.

Pero cualquier intento de reforma será insuficiente si no va acompañado de decisiones políticas concretas: mayor inversión, mejoras salariales, incentivos a la formación docente de los profesionales de planta, cupos razonables, programas actualizados y estructuras hospitalarias que entiendan que sin buenos formadores, no hay buenos residentes.

La trampa de la necesidad

Muchos argumentan que, en un sistema de salud desbordado, no hay más remedio que sostenerse con los residentes. Que sin ellos, las guardias colapsarían. Y es cierto: el sistema necesita a los residentes. Pero también es cierto que ese uso —y abuso— de su rol termina por vaciar de contenido la etapa más crucial de su formación profesional.

No se puede pedir excelencia si no se ofrecen condiciones para alcanzarla. No se puede formar a alguien desde el desgaste, la soledad y el agobio. No se puede seguir confundiendo “formarse como médico” con “ser funcional al déficit estructural”.

Conclusión: el respeto como base de la formación

Formar médicos no puede ser sinónimo de exprimirlos. La residencia médica debe recuperar su sentido: el de un proceso de crecimiento profesional integral, guiado por criterios pedagógicos, éticos y humanos. Porque si el sistema no cuida a quienes elige formar, difícilmente esos futuros médicos puedan cuidar a otros con la dedicación, el compromiso y la sensibilidad que tanto se reclama.

Lo que está en juego no es solo el futuro de cientos de residentes. Es la salud de todos.

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