




- El Congreso busca aumentar el gasto público en favor de los jubilados, como antes lo intentó con las universidades.
- Aunque parece legítimo, modificar el presupuesto sin acuerdo del Ejecutivo contradice el diseño constitucional.
- La Constitución establece que el Congreso fija el presupuesto una vez al año, basado en el plan del Gobierno.
- Alterarlo durante el año, por iniciativa propia, representa una falla de gobernanza y posible inconstitucionalidad.
- El conflicto actual refleja un choque entre un Ejecutivo outsider y un Congreso dominado por fuerzas tradicionales.
- La tensión no debe resolverse por jerarquía política, sino con reglas institucionales claras y respeto mutuo.
- Se advierte sobre el riesgo de una “tiranía del Congreso” si se consolida esta práctica sin frenos judiciales.
El Congreso vuelve a avanzar con iniciativas que implican aumentos significativos del gasto público, esta vez a favor de los jubilados. Ya lo intentó antes con las universidades y, aunque en esa ocasión el presidente Milei vetó la ley, la escena vuelve a repetirse. El debate gira ahora en torno a una pregunta de fondo: ¿tiene el Congreso la legitimidad —y la legalidad— para modificar el presupuesto nacional por cuenta propia?
A simple vista, parecería que sí. El presupuesto es una ley, y el Congreso es quien legisla. Pero desde una perspectiva de gobernanza —es decir, de diseño institucional y respeto por las competencias de cada poder— la respuesta es mucho más compleja.
La Constitución es clara: el Congreso fija el presupuesto, pero lo hace anualmente y en base al plan de gobierno del Poder Ejecutivo. Es decir, no lo elabora desde cero, ni puede alterar su contenido a discreción durante el año. El Presidente —a través del jefe de Gabinete— elabora y ejecuta el plan de gobierno, y es el Congreso quien, una vez al año, lo revisa y le da fuerza legal. Las modificaciones menores son admisibles, pero no un presupuesto alternativo por parte de un poder que no fue elegido para gobernar, sino para controlar.
Lo que hoy intenta el Congreso, con media sanción incluida, es modificar sustancialmente el presupuesto vigente, por iniciativa propia y sin acuerdo del Ejecutivo. Desde la óptica institucional, eso representa una transgresión al diseño constitucional: una apropiación de facultades que no le corresponden. No es simplemente una disputa política, sino una falla de gobernanza pública.
Este conflicto no es nuevo, pero su intensidad actual tiene una causa estructural: por primera vez en cuatro décadas, el Poder Ejecutivo no está en manos de ninguna de las coaliciones tradicionales que dominan el Congreso. Las viejas reglas de convivencia entre peronismo y radicalismo, o sus versiones modernas, ya no alcanzan. Lo que antes se resolvía en negociaciones internas entre espacios con códigos comunes, hoy se traduce en una confrontación abierta entre dos legitimidades distintas: la del Congreso, todavía en manos de “la casta”, y la del Ejecutivo, emergente de un voto de ruptura.
Frente a este nuevo escenario, no basta con aplicar las mismas lógicas que regían en la era bipartidista. No puede resolverse esta tensión simplemente apelando al "Congreso manda y el Presidente obedece", porque no responde a nuestro modelo republicano. La Constitución argentina se inspiró en el sistema presidencialista norteamericano, donde ambas ramas —Ejecutiva y Legislativa— tienen legitimidad de origen y deben gobernar en tensión, no en subordinación.
En ese marco, el intento del Congreso de imponer un nuevo gasto sin acuerdo con el Ejecutivo no es solo un desafío político. Es, potencialmente, una violación constitucional. Si se consolida como práctica, abre la puerta a una “tiranía del Congreso”, una de las amenazas más temidas por los padres fundadores del sistema republicano estadounidense.
La respuesta institucional correcta no debería ser el veto presidencial, sino la vía judicial: que sea la Corte Suprema quien delimite con precisión hasta dónde llegan las atribuciones del Congreso en materia presupuestaria. Porque si no resolvemos este dilema de gobernanza ahora, corremos el riesgo de que el debate democrático se transforme en un juego de poder sin reglas claras, donde cualquier mayoría circunstancial se arrogue facultades que no le corresponden.
¿Estamos ante un nuevo equilibrio institucional o simplemente al borde de una nueva crisis de poder? La respuesta, tal vez, no dependa solo de los textos constitucionales, sino de la madurez democrática para reconocer que en una república con doble legitimidad, nadie —ni el Congreso ni el Presidente— puede gobernar solo.


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