




- La política argentina vive una etapa marcada por la violencia verbal y la vulgaridad como norma, tanto en el Congreso como en el discurso presidencial.
- Javier Milei ha hecho del insulto una herramienta política, aunque esta práctica no es nueva: Cristina Kirchner también usó métodos agresivos desde el poder.
- El enfrentamiento verbal reemplazó el debate institucional, erosionando la democracia como sistema de convivencia.
- La violencia discursiva no es efecto de una coyuntura, sino una elección política con consecuencias profundas.
- Mientras tanto, los problemas reales (dólar, riesgo país, juicios internacionales) quedan relegados frente al espectáculo del agravio.
La política argentina atraviesa uno de sus momentos más obscenos —y no por los escándalos de corrupción o los fracasos de gestión, que ya parecen parte del paisaje—, sino por el lenguaje que inunda el Congreso, las redes sociales y hasta el discurso presidencial. La vulgaridad dejó de ser un desliz para convertirse en norma. Ya no se debate: se grita, se agrede, se descalifica con una violencia verbal que, como advertía Hannah Arendt, allana el camino a la violencia real.
Esta semana, el Congreso Nacional volvió a dar un espectáculo vergonzoso. Diputadas a los gritos, acusaciones personales con palabras irreproducibles y un clima de caos que solo sirvió para frustrar discusiones cruciales, como la baja de retenciones o la limitación de los DNU. En medio del desorden, quedó la certeza de que la institucionalidad vale cada vez menos frente al show de la agresión.
El Presidente no es un actor menor en esta escena. Javier Milei ha elevado el insulto a una herramienta de gestión política. En apenas un año y medio, ha repartido más de mil agravios públicos contra opositores, periodistas y economistas. “Basura”, “rata”, “sorete”, “puta”, “mandril”: las palabras se acumulan como si fueran medallas de autenticidad. Lo preocupante es que, para una porción del electorado, lo son.
Pero Milei no inventó esta manera de hacer política. Cristina Kirchner y su entorno sembraron durante años un discurso agresivo, de confrontación permanente, en el que el periodismo crítico era enemigo, y los derechos humanos, arma de combate. La diferencia es que Cristina actuó muchas veces desde el poder institucional, con denuncias penales y operaciones judiciales, mientras que Milei lo hace desde la pirotecnia verbal.
Ambos extremos —uno disfrazado de causa y otro de rebeldía— terminan erosionando el mismo suelo: el respeto por la democracia como sistema de convivencia. El Congreso no puede ser una cámara de insultos. Un presidente no puede ser un tuitero enfurecido. La política no puede seguir copiando lo peor del barro digital como forma de representación.
Algunos justifican el griterío por la cercanía electoral. Otros, por la supuesta necesidad de “romper moldes”. Pero ni la coyuntura ni las intenciones alcanzan para explicar tanta decadencia. El insulto como marca de estilo no es una herencia ni una estrategia: es una decisión. Y como toda decisión, tiene consecuencias.
Mientras tanto, el dólar sube, el riesgo país no baja y la Justicia estadounidense sentencia que Argentina debe pagar por errores de expropiaciones impulsadas sin ley. Pero aquí seguimos, atrapados en la telenovela de la agresión, donde la única narrativa que avanza es la de la decadencia.
El problema ya no es solo lo que dicen. Es que nadie se indigna lo suficiente.
Y eso, en cualquier democracia, es una señal de alarma.






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