


- La grandeza de San Martín no solo radicó en sus hazañas libertadoras, sino en que las realizó enfrentando graves limitaciones políticas y de salud.
- Desde joven padeció úlcera sangrante, asma, tuberculosis, gota, reuma y otras enfermedades que lo acompañaron toda su vida.
- El cruce de los Andes fue un suplicio físico, agravado por su frágil salud y las condiciones extremas de la travesía.
- En lo personal sufrió la temprana muerte de su esposa Remedios de Escalada y el exilio en Europa junto a su hija Merceditas.
- En sus últimos años perdió la vista por cataratas y finalmente murió en 1850 en Boulogne Sur Mer, Francia.
- Sus restos fueron repatriados recién en 1880, tras múltiples postergaciones y polémicas, y descansan en la Catedral Metropolitana.
Hablar de José de San Martín es hablar de grandeza, pero también de resiliencia. Su figura suele ser exaltada desde la épica militar: el cruce de los Andes, la liberación de medio continente, la firmeza estratégica que permitió consolidar la independencia de Argentina, Chile y Perú. Sin embargo, hay un aspecto que rara vez se subraya con la suficiente fuerza: todo lo que hizo, lo hizo condicionado. Condicionado por un contexto político adverso y, aún más, por un cuerpo castigado por las enfermedades y el dolor.
El Libertador no fue un hombre favorecido por la salud. Desde muy joven padeció una úlcera gastroduodenal que lo obligaba a vomitar sangre y lo debilitaba hasta el extremo. A los treinta y cinco años, ya soportaba noches de insomnio en las que solo podía descansar sentado en una silla. Padeció fiebre tifoidea en Chile, cólera en Europa, tuberculosis, asma, reuma, gota y, hacia el final de su vida, la ceguera total. Ese catálogo de padecimientos resulta, en sí mismo, incompatible con la vida de campaña, mucho más con la proeza física de atravesar los Andes, sometido a temperaturas extremas y a la falta de oxígeno en la altura.
Y, sin embargo, San Martín lo hizo. Esa es la verdadera dimensión de su gesta: no se trató de un héroe mítico e invulnerable, sino de un hombre real, vulnerable y doliente, que encontró en la disciplina y la convicción un modo de sobreponerse a lo que parecía imposible. Si hubiese gozado de una salud plena, ya sería admirable; haberlo logrado en esas condiciones lo vuelve directamente extraordinario.
Pero las limitaciones no eran solo físicas. También estuvo condicionado por la política mezquina de su tiempo. El centralismo porteño, encarnado en figuras como Bernardino Rivadavia, jamás apoyó con entusiasmo la gesta emancipadora que él encabezaba. Más de una vez San Martín debió enfrentar la incomprensión y hasta la indiferencia de las autoridades que deberían haber sido sus principales aliadas. Y aun así, no desvió su objetivo: prefirió inmolarse en el silencio antes que usar su espada en las luchas intestinas que dividían a los argentinos. Esa renuncia a protagonismos inmediatos es lo que explica su grandeza ética, tanto como la militar.
Tampoco la vida emocional le fue benévola. La temprana muerte de su esposa, Remedios de Escalada, lo dejó viudo y con una hija pequeña, a la que luego llevó consigo a Europa. Ese dolor íntimo, sumado a la distancia y al exilio voluntario, completaron un cuadro de adversidades que hubieran quebrado a cualquiera. Pero no a San Martín.
Aun en su vejez, cuando los problemas de visión lo sumieron en la oscuridad definitiva tras una fallida operación de cataratas, no abandonó la dignidad. Murió en Boulogne-sur-Mer, en 1850, lejos de la patria por la que lo había dado todo, y solo treinta años después sus restos regresaron a Buenos Aires. El debate en torno a dónde debía descansar su cuerpo —si en la Catedral, en la Recoleta o en un mausoleo aparte— refleja hasta qué punto la política argentina, incluso en la muerte, demoró en rendirle el homenaje que merecía.
Hoy, a la distancia, la lección es clara. La grandeza de San Martín no está únicamente en las victorias que encabezó, sino en la manera en que las alcanzó: condicionado por la enfermedad, condicionado por la falta de apoyo político, condicionado por el dolor personal. Y, pese a todo, fiel a su causa y a su ética hasta el último día.
Ese es el ejemplo que nos lega: no hay proyecto colectivo que valga la pena sin sacrificio, perseverancia y grandeza moral. San Martín nos demuestra que los límites no siempre son un obstáculo; a veces, son la medida exacta de la magnitud de un héroe.








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