El precio político de gobernar a contramano

OPINIÓN Agencia de Noticias del Interior
10-diputados
  • La inestabilidad política no es solo culpa del populismo; Milei también tiene responsabilidad por su estilo confrontativo.
  • Sus insultos a legisladores han erosionado alianzas clave en el Congreso, dificultando la aprobación de leyes.
  • El Presidente anunció que suspenderá los agravios para abrir un debate de ideas, pero enfrenta una pérdida de mayorías parlamentarias.
  • El Senado aprobó medidas sociales que comprometen el superávit fiscal; Milei las vetó, pero el Congreso podría insistir.
  • Se percibe una doble vara en el trato a Villarruel y Menem por presidir sesiones opositoras.
  • La eliminación de Vialidad dejó problemas en la red vial, pese a su pasado de corrupción.
  • El sistema de partidos está en crisis: PRO, radicalismo y peronismo muestran divisiones internas.
  • Milei impone su marca y estilo en acuerdos electorales, con riesgo de autoritarismo y exceso de poder.
  • Su enfoque económico y la delegación política en su hermana Karina podrían ser insuficientes para sostener la gobernabilidad.
  • Los excesos del Gobierno fortalecen al populismo; gobernar requiere persuadir y mantener apoyos, no solo imponerse.

No es el populismo el único culpable de la inestabilidad política que hoy atraviesa la Argentina. Hay responsabilidades compartidas, y no pocas provienen de la propia Casa Rosada. El presidente Javier Milei, que ha hecho de la confrontación verbal un sello personal, tal vez haya comprendido —o al menos intuido— esta semana que el insulto, en política, es una moneda de alto costo. Puede entusiasmar a la tribuna, pero erosiona puentes que, tarde o temprano, se necesitan para gobernar.

La pregunta es obvia: ¿por qué habrían de defenderlo legisladores que no pertenecen a su partido si él mismo se encargó de tildarlos de “degenerados fiscales” y otras lindezas? La respuesta no es retórica: no lo harán, o no al menos con el fervor que en otro momento sí mostraron. La política es, en gran parte, un juego de equilibrios, y Milei ha hecho mucho por desarmar las mayorías que en su día le aprobaron leyes clave, como la Ley Bases, y respaldaron buena parte de sus decretos.

El Presidente anunció que suspenderá —sin plazo definido— sus insultos para abrir un debate de ideas. Noble propósito, pero insuficiente. La realidad no se dirime en un duelo retórico, sino en votaciones concretas, en la ardua aritmética legislativa. Y hoy, esa mayoría inicial es un recuerdo lejano.

El enfrentamiento escaló cuando el Senado aprobó, con apoyo de opositores y aliados circunstanciales, medidas para aumentar ingresos de jubilados, gobernadores y personas con discapacidad. El costo: al menos 1,5% del PBI, suficiente para comprometer el superávit fiscal, bandera económica del Gobierno. Milei vetó las leyes, pero no puede evitar que el Congreso intente insistir con ellas. La política parlamentaria, como el agua, siempre encuentra resquicios.

En paralelo, se exhibió una doble vara difícil de disimular: la vicepresidenta Victoria Villarruel y el presidente de Diputados, Martín Menem, presidieron sesiones convocadas por la oposición bajo las mismas reglas; sin embargo, solo a Villarruel se la acusó de traición. En esas sesiones, Diputados llegó incluso a derogar varios decretos del Ejecutivo, entre ellos el que eliminó la Dirección de Vialidad. Una medida que, más allá de la corrupción pasada, deja un vacío operativo que hoy se traduce en rutas en mal estado y riesgos para la producción y la seguridad vial.

Pero el problema no se agota en el Ejecutivo. La Argentina transita una crisis profunda de liderazgos. El sistema de partidos, que ya venía herido desde hace dos décadas, está roto. El PRO se divide entre quienes avalan un acuerdo electoral con Milei y quienes reclaman una oposición razonable al libertarismo. El radicalismo es una federación de caciques sin jefe, capaz de negociar alianzas en Mendoza mientras se enfrenta al mileísmo en el Congreso. El peronismo, por su parte, vive un reacomodo forzado por la convivencia de sus viejos liderazgos con figuras emergentes como Juan Grabois, dispuesto a capitalizar el rechazo interno a Cristina Kirchner, Axel Kicillof y Sergio Massa.

En este escenario, Milei se mueve con habilidad para imponer su marca, su color y su estilo a cualquier acuerdo electoral. El riesgo es que esa imposición se convierta en autoritarismo, y que la euforia de una victoria —muy probable en octubre— lo lleve a una “borrachera de poder” de consecuencias previsibles. La historia argentina ofrece ejemplos recientes: Mauricio Macri ganó con comodidad las legislativas de medio término y pocos meses después su capital político se diluyó hasta extinguirse.

El Presidente parece convencido de que su principal misión es económica, y que el resto de la política puede quedar en manos de su hermana Karina. Esa delegación, sin embargo, tiene límites: sin redes de contención política, incluso los logros económicos más valorados pueden derrumbarse ante un Congreso hostil o un frente social enardecido.

El populismo —en todas sus variantes— se alimenta de los excesos de sus adversarios. Cuando Milei confunde firmeza con agravio, o reforma con demolición, abre espacios para que sus opositores regresen fortalecidos. Gobernar no es solo imponer, sino persuadir; no es solo ganar, sino sostener. Y la historia enseña que, en Argentina, los presidentes que no lo entienden suelen aprenderlo por las malas.

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