La polarización afectiva y el peligro de una democracia sin demócratas

OPINIÓN Agencia de Noticias del Interior
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  • Polarización afectiva creciente: La política argentina dejó de ser un debate de ideas para convertirse en un enfrentamiento emocional entre identidades políticas.
  • Rechazo visceral al “otro”: Más del 50% percibe mayor crispación social; el adversario ya no es visto como legítimo, sino como un enemigo.
  • Asimetría en la percepción: Peronistas y libertarios sienten la polarización de manera distinta, lo que profundiza la incomunicación.
  • La agresividad domina la esfera pública: La descalificación y la incivilidad contaminan tanto la política como las relaciones sociales.
  • Riesgo de deriva iliberal: Amplios sectores justifican que los líderes alteren reglas democráticas si consideran que “el país está en peligro”.
  • La democracia formalmente en pie, pero vaciada de contenido: El rechazo emocional extremo erosiona la legitimidad de las instituciones y abre paso a soluciones autoritarias.
  • El desafío central: No es eliminar las diferencias, sino evitar que el adversario sea visto como una amenaza existencial.

La Argentina de 2025 no discute ideas: se enfrenta emocionalmente. La política ya no es un campo de deliberación racional, sino un espacio tomado por identidades atrincheradas, donde el adversario dejó de ser alguien con quien se discrepa para convertirse en alguien que debe ser derrotado. Así lo evidencia la Encuesta Nacional de Polarización Política: más de la mitad de los argentinos percibe hoy un clima de mayor crispación y enfrentamiento que hace apenas dos años.

Esto no es solo un dato de humor social. Es la evidencia de que la polarización afectiva —ese rechazo visceral hacia quien piensa distinto— está colonizando el espacio público, erosionando cualquier incentivo a escuchar, negociar o, simplemente, convivir. Y cuando la política se convierte en una práctica de suma cero, donde ganar implica aniquilar al otro, el funcionamiento democrático queda en serio riesgo.

Liliana Mason lo llama “acuerdo incivil”: la fusión entre identidades políticas, sociales y culturales que transforma cualquier diferencia en un abismo irreconciliable. En la Argentina, este fenómeno es visible tanto en la comunicación política, marcada por la agresividad y la descalificación, como en los vínculos sociales más cotidianos, donde las diferencias partidarias afectan incluso las relaciones laborales y personales.

El rechazo al “otro político” no es simétrico. Mientras entre los votantes del peronismo el 67% percibe una escalada de la crispación, entre los de La Libertad Avanza solo el 36% lo reconoce. Es un espejo deformado: el que agrede no se siente agresor, y el que se siente agredido pierde capacidad de empatía. Así, el adversario deja de ser legítimo.

El Índice de Diferencias en el Afecto Interpartidista (DIPA) confirma que los sentimientos más negativos no son hacia los votantes rivales, sino, principalmente, hacia los dirigentes. Pero esa distancia, si no se revierte, puede convertirse en abismo. Y es un fenómeno que atraviesa generaciones y territorios: el AMBA y el Interior, jóvenes y adultos mayores, todos muestran niveles de polarización afectiva preocupantes.

Peor aún es lo que ocurre con las actitudes hacia los procedimientos democráticos. Más de la mitad de los argentinos acepta que los líderes alteren las reglas si “el país está en peligro”, y un 45% cree que el Poder Judicial no debería contradecir al Parlamento cuando este aprueba una norma por mayoría. Este corrimiento iliberal —esa tendencia a relativizar los límites institucionales en pos de resultados inmediatos— no es exclusivo de la Argentina, pero aquí encuentra tierra fértil.

Es el síntoma de una democracia que aún mantiene sus formas, pero que empieza a vaciarse de contenido. Un régimen donde se vota, pero donde la idea de que las reglas son opcionales se instala con fuerza. Donde los ciudadanos comienzan a creer que el fin justifica los medios.

No se trata de suprimir las diferencias —sería un despropósito democrático intentarlo—, pero sí de advertir que cuando el afecto negativo se vuelve dominante, la política deja de ser un espacio de debate y se convierte en un campo de batalla. Y, en ese campo, las soluciones de fuerza dejan de ser aberrantes y empiezan a ser consideradas opciones legítimas.

La polarización afectiva no es un fenómeno anecdótico ni un simple estado de ánimo: es la antesala de un país donde la democracia puede quedar en pie solo como fachada. El desafío no es eliminar las diferencias, sino reconstruir las condiciones mínimas para que el otro vuelva a ser un adversario político, no un enemigo existencial.

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