




- Descartes afirmó “Pienso, luego existo” como base de la identidad individual y la autonomía.
- En la era digital, esa certeza interior fue reemplazada por “Existo si me ven”.
- Hoy, la identidad se construye en función de la validación externa (redes sociales, likes, visibilidad).
- Esta lógica genera alienación, superficialidad y dependencia de los algoritmos.
- Incluso la solidaridad se convierte en espectáculo si no es visible.
- Se propone psicoeducar para recuperar el pensamiento crítico, el deseo propio y la introspección.
- El Estado debe garantizar derechos digitales y transparencia algorítmica.
- La libertad está en juego si dejamos de pensarnos fuera del entorno digital.
La sentencia “Pienso, luego existo”, que René Descartes formuló en el siglo XVII, no fue solo una frase filosófica ingeniosa: fue una revolución. Allí, el filósofo francés buscó una certeza inquebrantable en tiempos de duda, y la encontró no afuera, sino adentro: en el acto mismo de pensar. El pensamiento era prueba de existencia, ancla de autonomía, punto de partida del sujeto moderno. Pero ¿sigue siendo así hoy?
En el siglo XXI digitalizado, aquella certeza interior se ha desplazado hacia lo exterior. El “yo pienso, luego existo” parece haber sido reemplazado por un “existo si otros me ven”. Nuestra identidad ya no se construye en la intimidad del pensamiento, sino en la vidriera permanente de las redes sociales. En lugar de buscar sentido en nuestra propia conciencia, lo hacemos en la mirada ajena, en la validación externa, en los “likes”, los compartidos, las visualizaciones.
Esta transformación no es menor: es una mutación filosófica y existencial. Lo que antes era la afirmación de un yo reflexivo, ahora se convierte en la puesta en escena de un yo performático. Ya no somos, mostramos ser. No vivimos, posteamos que vivimos. Lo real se subordina a lo visible. La autenticidad cede ante la espectacularización.
Pero esta necesidad de mostrarnos nos empobrece. Cuanto más conectados estamos, más vacíos nos sentimos. En lugar de pensarnos, nos medimos. En vez de escucharnos, nos promocionamos. Deseamos lo que el Otro desea, ese Otro digital, impersonal, omnipresente, amplificado por algoritmos y tendencias virales. Así lo advertía Lacan: el deseo no es propio, es del Otro. Y en esta era digital, ese Otro ya no tiene rostro, ni límites, ni responsabilidad.
Hasta nuestras acciones más nobles, como la solidaridad, se ven contaminadas por esta lógica. Ya no basta con ayudar: hay que subirlo. No es la entrega desinteresada la que vale, sino su versión escenificada. El gesto pierde su esencia y se convierte en contenido. Y si nadie lo ve, ¿sucedió?
Esto no es libertad, aunque lo parezca. Es una forma de alienación. La falsa promesa de autonomía se convierte en dependencia silenciosa del algoritmo, que decide qué vemos, qué deseamos y cómo existimos. La libertad digital, muchas veces, es solo una jaula elegante.
Frente a esta deriva, solo hay una salida: psicoeducar. No para prohibir lo digital, sino para desarmarlo críticamente. Enseñar desde la infancia a diferenciar el deseo genuino de la presión social, a pensar más allá del feed, a desconfiar de lo que nos confirman constantemente. Promover espacios de silencio, de introspección, de pensamiento real. Recuperar la pausa.
También el Estado tiene un rol clave: exigir transparencia algorítmica, garantizar derechos digitales, impulsar campañas de alfabetización mediática y emocional. No podemos seguir siendo usuarios inconscientes de un sistema que, sin que lo notemos, nos define.
Porque si perdemos la capacidad de pensarnos por fuera del espejo digital, lo que está en juego no es solo nuestra identidad: es nuestra libertad. Como diría hoy un Descartes actualizado: no existo porque me ven, existo porque pienso, dudo, me conozco. Volvamos allí. Volvamos a ser.





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