




- El 7 de agosto, Día de San Cayetano, sigue convocando multitudes, pero estas ya no representan un sujeto colectivo fuerte, sino agregados dispersos.
- Los sindicatos, que en el pasado fueron refugio y contrapoder, hoy están debilitados, burocratizados y desconectados de sus bases.
- El poder sindical se ha diluido por factores como el neoliberalismo, la pérdida de derechos y la integración de dirigentes en un sistema funcional al statu quo.
- La “modernidad líquida” ha transformado la pertenencia en afiliación instrumental, debilitando la cohesión del movimiento obrero.
- La multitud en la calle no garantiza fuerza política si carece de cohesión, objetivos y dirección estratégica.
- Las celebraciones religiosas de San Cayetano mantienen vínculos y esperanza, algo escaso en el sindicalismo actual.
- Sin renovación interna ni un proyecto superador, el sindicalismo corre riesgo de volverse decorativo y quedar como vestigio histórico.
El 7 de agosto, día de San Cayetano, volvió a reunir multitudes en la Plaza de Mayo y en santuarios de todo el país. Sin embargo, la comparación con décadas pasadas revela un cambio profundo: la presencia física de miles ya no garantiza la existencia de un sujeto colectivo activo y consciente. La multitud, en apariencia sólida, se ha transformado en un agregado disperso de individualidades, más cercano a un archipiélago de soledades que a una comunidad organizada.
En tiempos pasados, especialmente durante los años de dictadura, los sindicatos eran refugio, trinchera y contrapoder. El riesgo era alto, pero también lo era la convicción de que la acción colectiva podía modificar el rumbo de la historia. Hoy, las estructuras sindicales parecen debilitadas, atrapadas en lógicas burocráticas y desconectadas de la vitalidad de sus bases. La consigna “Paz, Pan y Trabajo” se repite como mantra, pero ha perdido el filo político que alguna vez tuvo.
La licuación del poder sindical responde a múltiples factores. El neoliberalismo erosionó no solo los derechos laborales, sino también las formas de organización y solidaridad. A ello se suma la adaptación de muchos dirigentes a un sistema que los integra como actores previsibles y funcionales, lejos del papel de resistencia que desempeñaron en el pasado. El resultado es un sindicalismo más gestor que combativo, más administrativista que político.
Zygmunt Bauman describió la modernidad líquida como una época de vínculos blandos, compromisos frágiles y estructuras inestables. La lógica líquida ha penetrado en el mundo sindical, disolviendo las tramas de interdependencia que sostenían al movimiento obrero clásico. Allí donde antes había comunidad de destino, hoy predomina la relación de prestación de servicios. La pertenencia ha sido reemplazada por la afiliación instrumental.
La falacia de composición se vuelve evidente: la suma de individuos en una plaza no constituye necesariamente un movimiento vivo. La ocupación del espacio público puede dar la ilusión de fuerza, pero sin cohesión, objetivos claros y dirección estratégica, el acto se convierte en escenografía.
En contraste, las celebraciones religiosas de San Cayetano muestran un tipo de multitud diferente: una comunidad articulada por un sentido trascendente. Aunque su eje no es político, sí conserva la densidad de vínculos y el horizonte de esperanza que hoy escasea en el campo sindical. Byung-Chul Han recuerda que la esperanza se orienta hacia el nacimiento, hacia la creación de lo nuevo. Sin ese impulso vital, las multitudes se vuelven incapaces de trascender la repetición ritual.
La situación actual plantea un desafío: sin recomposición interna y sin capacidad de proponer un proyecto que exceda la mera resistencia defensiva, el sindicalismo corre el riesgo de convertirse en un actor decorativo del sistema político. La multitud que alguna vez fue motor de cambio podría quedar reducida a un vestigio, recordada más por su pasado que por su presente.
Recuperar la potencia perdida exige reconstruir el tejido de confianza y compromiso que alguna vez hizo del sindicalismo una fuerza decisiva. Sin ese renacimiento, la trompeta que convoca cada 7 de agosto seguirá sonando, pero su eco será cada vez más débil, hasta que no quede claro si anuncia una marcha hacia el futuro o el funeral de una tradición política.




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