Fue un día de frío y de furia. En medio de los Alpes suizos, Javier Milei vapuleó a los anfitriones del Foro de Davos, que es una reunión y también una liturgia anual del mundo mundial (Felipe González dixit) para hablar de la economía y los negocios internacionales. Esas cosas las solía hacer Donald Trump en su anterior mandato, pero este se respaldaba en la primera potencia del planeta. Aunque la cercanía entre Trump y Milei es fácilmente comprobable, el poder del norteamericano, tanto dentro como fuera de su país, no es comparable con el del argentino. Los dos cultivan –eso sí– una vocación para sembrar el fanatismo político en vastos sectores sociales; es la faena que inició Trump con amplio éxito en los Estados Unidos cuando fue presidente entre 2017 y 2021. La encargada de inaugurar aquí la era del fanatismo político fue Cristina Kirchner, y ahora varios colaboradores de Milei –y el propio Presidente– se entusiasman con tener de su lado a una porción social cargada de devotos de una religión pagana. El fanatismo no necesita de evidencias ni de pruebas; le basta con la fe en alguna idea o en un líder. Elimina en los hechos –a veces, no explícitamente– el debate entre ideas diversas y, por eso, es peligroso. Es fácil observar actualmente en las redes sociales un choque permanente entre el fanatismo kirchnerista y el mileísta. Quien miró la asunción de Trump en Washington pudo colegir que las redes sociales ya no compiten solo con los medios periodísticos tradicionales; rivalizan también con la democracia. Ahí estuvieron, en el mismo plano que la crema y nata de la dirigencia política norteamericana, los dueños de las nuevas grandes compañías de comunicación social.
Milei no necesitaba pelearse en Davos con los dueños de Davos. Le bastaba con no ir si no está de acuerdo con las ideas que predominan en esa cumbre de los negocios internacionales. Ahí se establecieron como posiciones definitivas las nociones más elementales del respeto a la diversidad y a las minorías sociales, raciales o religiosas. Hay, en efecto, ideas que se han instalado en el mundo. Una de ellas es la cultura woke, a la que hizo referencia repetidamente el Presidente bajo la nieve de Suiza; esa cultura nació con objetivos nobles hace muchísimos años, como la lucha contra el racismo y la injusticia social, pero se convirtió con el paso del tiempo en una especie de policía de la palabra y terminó practicando la cancelación de la opinión diferente. La cancelación del pensamiento distinto (y de las personas que no militan en un mismo pensamiento hegemónico) es, en efecto, la peor conclusión de las ideas woke, que tanto desprecia Milei. Barack Obama es, por ejemplo, uno de los principales críticos en Estados Unidos de la cultura woke, tal como se la conoce ahora. Sin embargo, el mileísmo está cometiendo su propio pecado de segregación aunque llegue desde otro rincón ideológico. Nadie tiene derecho a discriminar porque alguien cree en el feminismo bien entendido, o por la elección sexual de las personas, o por el color de la piel, o por la religión de los otros. Cualquier segregación es una derrota. El desafío de la modernidad consiste en distinguir los excesos de ambos extremos. El Presidente se autodefinió otra vez en Davos como un liberal; un liberal auténtico respeta las ideas y las decisiones de los otros. Lo cierto es que con esos modos el Presidente se expuso innecesariamente a la crítica del periodismo europeo (bastó leer los diarios más importantes de Europa) y a un parcial aislamiento en el foro económico más elevado del mundo. Milei tiene mejor formación intelectual, sobre todo económica, que Trump, pero no es Trump.
Nadie sabe si a la administración Trump le interesa un tratado de libre comercio con la Argentina, pero Milei lo anunció aunque el país, dijo, deba romper con el Mercosur, si bien aclaró que tratará de no llegar a esa ruptura. Un tratado de tal naturaleza con la principal potencia económica del mundo necesitará no solo de un dólar más competitivo, sino también de otras decisiones económicas. Según los economistas más serios, la valuación del dólar está atrasada solo en un 20 por ciento. No es una tragedia, como la dibujan no pocos empresarios argentinos. Estos tienen razón en un aspecto del conflicto: durante casi 20 años el kirchnerismo, en sus distintas versiones, los incentivó a invertir para el mercado interno (la perversa “mesa de los argentinos” de Guillermo Moreno fue su peor expresión), y ahora les dicen que se olviden del mercado interno y salgan mañana a competir en los mercados internacionales. El cambio es brutal. Antes de devaluar, que es la rústica solución que proponen varios economistas y empresarios, el Gobierno podría empezar a bajar el célebre costo argentino. ¿Qué significa ese costo? La aplastante carga impositiva que cae sobre todos los argentinos que trabajan en blanco; el precio de la logística –que mayormente lo estipula la familia Moyano–, y la industria del juicio laboral. La Justicia Laboral está colonizada por los sindicatos, con el clan Moyano, otra vez, a la cabeza.
Existe una cláusula en los tratados del Mercosur según la cual ningún país miembro pleno de la alianza del sur de América puede hacer tratados de libre comercio por su cuenta. Estos deben existir solo si son consentidos por los cuatro países que lo integran formalmente. En rigor, el Mercosur se fue deformando (y decayendo) desde su fundación en la década del 80. El Tratado de Asunción, que es el fundacional, ya señalaba que uno de los objetivos del Mercosur era fortalecer a sus miembros en un mundo que tendía a las alianzas de países (Europa ya estaba en construcción y también el Nafta, el viejo nombre del tratado que une a Estados Unidos, Canadá y México) para negociar entre bloques comerciales. Pero el Mercosur se fue encerrando en sí mismo y se olvidó de la apertura. Ese proteccionismo desmedido fue promovido en Brasil por el Partido de los Trabajadores de Lula y sus aliados y por el kirchnerismo y sus aliados en la Argentina. ¿Ejemplo? Un principio de acuerdo de libre comercio del Mercosur con la Unión Europea se debatió durante 25 años hasta que el gobierno de Macri, homologado por Jair Bolsonaro en Brasil, logró firmarlo. Esa firma fue solo el principio; ahora, debe ratificarlo cada país de la Unión Europea y del Mercosur. Francia es renuente a suscribirlo por la presión de sus productores rurales.
De todos modos, ya el Uruguay de Jorge Batlle a principios de este siglo proponía que cada país del Mercosur firmara por su cuenta acuerdos de libre comercio; ese expresidente uruguayo inició, incluso, conversaciones con los Estados Unidos para un acuerdo particular sobre el comercio entre ambos países. El presidente uruguayo que está terminando su mandato, Luis Lacalle Pou, clamó durante toda su gestión para que el Mercosur se abriera a acuerdos comerciales con los Estados Unidos o con China, o permitiera que sus países miembros lo hicieran en solitario. Los últimos gobiernos de Paraguay reclamaron lo mismo. Brasil y la Argentina, los dos socios más grandes de la alianza comercial sudamericana, bloquearon siempre el libre albedrío de sus miembros en materia de comercio internacional. La novedad consiste, por lo tanto, en que la Argentina se uniría ahora a Uruguay y Paraguay en esa posición aperturista, aunque debe esperarse el acceso al gobierno uruguayo en marzo próximo del presidente electo del Frente Amplio, Yamandú Orsi, para establecer si Montevideo continuará con la posición de Batlle y de Lacalle Pou. La izquierda uruguaya tuvo por lo general posiciones internacionales más cercanas al lulismo brasileño y al kirchnerismo argentino.
Al contrario que Milei, Trump tiene un discurso proteccionista de la economía norteamericana. Falta saber si ese discurso solo es válido para China, país convertido en la bestia negra comercial de los últimos gobiernos norteamericanos, sean republicanos o demócratas, o si también sirve para el resto de las naciones del planeta. Estados Unidos y la Argentina tienen, además, economías competidoras entre sí. Lo que fabrica la industria norteamericana también lo fabrica la argentina, aunque la calidad y el precio sean muy distintos. Los norteamericanos tienen también una enorme producción agropecuaria, aunque en este caso el campo argentino es tan moderno como el norteamericano. Quizás, Milei solo esté anticipándose a una política de los Estados Unidos que podría cerrar sus fronteras a los productos extranjeros o podría poner aranceles muy altos a las importaciones. Trump ya lo anticipó en Davos, aunque sin ser tan confrontativo como Milei ni enojarse con los anfitriones. Trump deberá decidir, en fin, si es más importante su alianza política con Milei, para frenar la creciente presencia de China en América, o su política de protección a la economía norteamericana.
Antes de anunciar eventuales rupturas con el Mercosur, cualquier gobierno argentino debe detenerse en un dato clave: una mayoría cercana al 90 por ciento de las exportaciones de las pymes locales tienen como destino Brasil, que es también el principal destino global de las exportaciones argentinas. Le siguen China y la Unión Europea, casi empatados, y en tercer lugar están, también casi empatados, Estados Unidos y Chile. Estos son datos de 2024; señalan también que la Argentina tiene el mayor superávit comercial con Chile. El intercambio comercial más intenso y voluminoso es con Brasil y la Unión Europea, a la que Milei también criticó en Davos, no por su política comercial, sino por su ideología. En verdad, los acuerdos comerciales se hacen por los intereses económicos de los países, no por la ideología de sus gobiernos, siempre pasajeros. Si prevaleciera la ideología, la Unión Europea sería un proyecto imposible. En la Europa de hoy conviven el autoritario líder húngaro Viktor Orban, que instaló en su país una democracia iliberal; la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, que más que una dirigente de ultraderecha, como la destratan sus opositores, es una lideresa conservadora, y el jefe del gobierno español, Pedro Sánchez, que abreva en el ala izquierda del socialismo español. Sin embargo, la Unión Europea es un proyecto dinámico que nunca vacila cuando habla de su continuidad.
Milei es terco, a veces, pero sabe dónde están sus intereses políticos. Lo hizo el jueves cuando autorizó a su ministro de Economía, Luis Caputo, a bajar las retenciones de los productos agrícolas, sobre todo de la soja. Los productores de soja venían asfixiados por varias realidades adversas: el valor del dólar con cierto atraso; una baja importante en el precio internacional del cereal; retenciones muy altas (el 33 por ciento hasta el jueves), y una sequía que empieza a sentirse en el campo. Las retenciones de la soja bajaron al 26 por ciento, aunque debieron desaparecer por esas condiciones tan hostiles. Milei está mirando las elecciones de octubre y está cuidando, al mismo tiempo, el voto del campo. Insistió en los últimos días con su vocación de unirse con Mauricio Macri en una alianza electoral. El campo lo votó siempre a Macri, aun en la elección que perdió la presidencia. Milei debería mirar también lo que pasó cerca del mar argentino cuando él estaba, crispado, en Davos. Cristina Kirchner se mostró en Monte Hermoso, una playa donde no vacaciona la gente rica. Está en campaña electoral y sabe con precisión a quien está convocando. La foto la mostraba en un parador con rasgos de tapera, justo a ella que antes no le importaba portar carísimas carteras de Hermès o de Louis Vuitton. Ahora le habla a su lugar político en el mundo: al conurbano, indócil y desamparado.
* Para La Nación