





La reciente designación Ariel Lijo y Manuel José García-Mansilla como jueces de la Corte Suprema en comisión ha generado numerosas reacciones en ámbitos ciudadanos, políticos y académicos. Algunas de esas reacciones han sido particularmente duras, llegando incluso a tildar a los jueces como “usurpadores” de sus cargos.
A partir de la incorporación del Dr. Garcia-Mansilla a nuestro máximo Tribunal corresponde profundizar en las críticas puntuales que su postulación recibiera. No se trata de un debate abstracto, ya que el nuevo magistrado ha empezado a firmar sentencias y no faltará quienes esgriman su participación como una causal para nulificar una resolución que les resulte adversa.
A la temeraria afirmación de “usurpación” se han sumado otras críticas especialmente enfocadas en el juez García-Mansilla, con eje en su supuesto perfil ideológico, su pertenencia a una organización religiosa y la aparente contradicción (para algunos incluso algo peor: una mentira lisa y llana) en la que incurrió en la audiencia del Senado en la que afirmó que, en ciertas circunstancias, no hubiera aceptado asumir como juez de la Corte Suprema en comisión.
Este tipo de impugnaciones, que mezcla el análisis constitucional con la coyuntura política y también con preferencias ideológicas, ensombrecen antes que alumbran una discusión más seria e informada acerca de los jueces que integran la Corte Suprema, así como sobre los procedimientos que llevan a sus respectivos nombramientos. Si nos hacemos las preguntas equivocadas, tendremos siempre respuestas defectuosas. Voy a señalar dos ejemplos.
En primer lugar, debemos contextualizar el debate sobre los integrantes de la Corte Suprema, asumiendo que, por sus funciones y eventual duración en el cargo, trascenderán con mucho al gobierno que los designó. Es por ello por lo que la discusión sobre la probidad de un juez de la Corte no puede estar vinculada tan estrechamente a la coyuntura política, rechazando o aceptando a un candidato por el solo hecho de haber sido propuesto por tal o cual presidente.
Esto no implica creer que los candidatos a jueces de la Corte nacen de repollos, o que no tienen orientaciones ideológicas o sensibilidades políticas. Pero recordemos que es la misma Constitución la que da al Presidente la facultad de nominar primero y, cumplido el trámite constitucional correspondiente, designar después a los jueces que integraran la Corte Suprema. Razonablemente, todo Presidente propondrá candidatos con los que tenga algún tipo de afinidad.
Más allá de las imprecisiones que se han leído y escuchado estos días sobre su perfil, decretando que tiene una ideología “extrema” o que pertenece al Opus Dei (lo que es falso y ha sido ya desmentido, pero aun así no debería ser razón para impugnar a nadie), la cuestión verdaderamente relevante es la siguiente: si sincronizamos muy linealmente nuestra valoración de un juez de la Corte con nuestras propias preferencias ideológicas, solo nos parecerán aptos los jueces que compartan esas preferencias, con independencia de su idoneidad y cualidades personales y profesionales, máxime cuando esas preferencias ideológicas no coinciden o están en las antípodas con las del Presidente de turno y el electorado mayoritario que lo votó. Sería más provechoso tomar algo de distancia de valoraciones apresuradas, basadas en criterios coyunturales e ideológicos, para centrarnos en la concepción del derecho y la trayectoria personal y profesional de cada candidato.
En segundo lugar y si tomamos distancia de las polémicas políticas cotidianas, nos encontraremos con que el proceso que llevó al decreto 137/2025 ha sido, en general, un proceso constitucionalmente fundado e institucionalmente prudente. Fundado, porque se utilizó un mecanismo de designación establecido en el texto de la propia Constitución, usado por casi todos los presidentes de la historia argentina para designar jueces en comisión y legitimado por una robusta doctrina y jurisprudencia local y aun por la experiencia del modelo constitucional estadounidense adoptado por nuestros constituyentes. Aunque el caso de ambos jueces no es idéntico en el marco de lo dispuesto por en el inciso 19 del artículo 99 de la CN, no tiene sentido decir que la designación de García-Mansilla “se encuentra en los límites de la Constitución”, que “bordea la inconstitucionalidad” y mucho menos que es “manifiestamente inconstitucional”. ¿Cómo se puede hacer esa afirmación de forma tan liviana cuando su caso encuadra exactamente en los requisitos que exige el propio texto constitucional en ese mismo artículo?
Tampoco es plausible alegar que la reforma de 1994 cambió la manera en la que tenemos que mirar este tema porque tuvo la supuesta finalidad de limitar el hiperpresidencialismo. Por un lado, no estamos en presencia de una nueva Constitución que obligue a descartar los precedentes anteriores, sino de una reforma que obliga a tenerlos en cuenta en el marco adecuado. Por el otro, es evidente que la facultad designar funcionarios en comisión fue estudiada y modificada en cuestiones menores de redacción, pero no suprimida en la Convención Constituyente reformadora de 1994. Ni el constituyente eliminó este mecanismo especial de nombramiento temporario, ni la reforma de 1994 logró atenuar en los hechos el hiperpresidencialismo.
El proceso que desembocó en el decreto del presidente Milei fue prudente, porque, a diferencia de lo realizado por el presidente Mauricio Macri en 2015, desde el inicio del proceso el gobierno dio intervención al Senado para posibilitar la normal tramitación de los pliegos. Del mismo modo, se permitió la participación y el control activo de la ciudadanía en la revisión de los antecedentes de los candidatos nominados por el Poder Ejecutivo. Este punto fue abordado por el mismo García-Mansilla en ocasión de la audiencia pública convocada por el Senado, sobre si en las mismas circunstancias del año 2015 hubiese aceptado ser designado como juez de la Corte Suprema en comisión. El flamante juez fue interrogado a raíz de un artículo que publicara en diciembre de 2015 en el que sostuvo que los nombramientos en comisión de jueces de la Corte Suprema eran una decisión inobjetable desde el punto de vista constitucional. García-Mansilla respondió que, aunque entendía que el entonces presidente Macri había actuado dentro de la Constitución, “con el diario del lunes”, él no hubiese aceptado la propuesta, porque -según relató- el decreto 83/15 había tenido en ese momento un “impacto” negativo en una buena parte de la población que resistía ese tipo de decisiones a pesar de que es una “facultad discrecional del presidente”.
La diferencia entre ambos escenarios no es menor: si bien tanto los nombramientos de Macri como los de Milei fueron ambos con invocación del art. 99, inc. 19 de la CN, lo cierto es que aquellos nombramientos en comisión del 2015 fueron dictados sin anuncio previo, de forma sorpresiva, sin darle intervención inicial ni a la ciudadanía ni al Senado y, por ello, el mecanismo fue visto inicialmente como una forma de sortear su intervención. Mientras que en esta ocasión, desde el inicio del año pasado, se dio un amplio margen de tiempo para que la ciudadanía participara en el control de los antecedentes de los nominados y para que, a su turno, el Senado diera trámite a las postulaciones, las evaluara y eventualmente decidiera avalarlas o no. De hecho, la respuesta con la que ahora se pretende poner en duda la honorabilidad del juez García-Mansilla se hizo en el marco de las audiencias públicas que se hicieron en el Senado. Actualmente, es este cuerpo el que tiene la última palabra sobre ambas postulaciones. No deja de ser curioso que una respuesta cautelosa ante un planteo contrafáctico haya sido utilizado en estos días en contra del mismo García–Mansilla, como una señal de irresponsabilidad e incoherencia. O, peor aún, que a pesar de las evidentes diferencias entre uno y otro contexto, se haya afirmado que mintió al Senado.
Finalmente, en virtud de la relevancia de la Corte Suprema en nuestro sistema institucional, parece adecuado enfocar las discusiones sobre su integración tomando distancia de las más agitadas coyunturas políticas o de las emociones personales, analizando y debatiendo de forma racional, sosegadamente, sobre la cuestión, sin suponer que quien disiente es inmoral, ni que todo lo que no nos parece adecuado o conveniente es inconstitucional. En días tan intensos, nos vendría bien un poco de paños fríos para encarar después un análisis desapasionado y racional sobre una cuestión tan importante.
* Para www.infobae.com




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