



Alberto Fernández aceptó ser la cara visible de un Gobierno que, de antemano, todos sabíamos que no le pertenecía.
En septiembre de 2020, el Presidente de la Nación decía: "Yo no digo que el mérito no sirve para progresar, pero no creo en la meritocracia". Indudablemente se estaba refiriendo a la situación que lo llevó a él mismo a la cúspide del poder.
Qué tipo de mérito se le puede reconocer a un personaje que hasta muy poco antes hacía declaraciones de un tono muy fuerte contra la persona que después lo entronó en el Sillón de Rivadavia? Yo creo que ninguno. Este Presidente jamás estuvo a la altura del cargo que hoy ocupa. Siempre se comportó como un títere o un muñeco que espera que otros hagan o decidan lo que a él le corresponde hacer o decidir.
Entonces no es casual que, llegado al día de hoy, a muy poco de tener que volver el pueblo a las urnas para elegir un nuevo mandatario, se lo vea desconcertado o ausente de la realidad.
Lo que realmente sucede, es que Alberto Fernández está solo. Quienes lo colocaron en el sitial que hoy ocupa ya no lo acompañan más. Sus ministros, sino todos en su gran mayoría, responden a la verdadera "jefa", que no es otra que la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner; que bastante pronto se dio cuenta del error que había cometido, pero ya no le quedaba otro remedio que aguantar hasta la finalización del período presidencial.
Y esto es así, porque como dijo alguna vez Patrick Rothfuss (El nombre del viento): "El poder está bien, y la estupidez es, por lo general, inofensiva. Pero el poder y la estupidez juntos son peligrosos".
Lamentablemente, tanto para los que votaron en 2019 la fórmula del Frente de Todos, como para quienes no lo hicimos, Alberto Fernández es un estúpido con una gran cuota de poder. Y, como dije más arriba, está solo. En estos tres elementos, estupidez, poder y soledad, radica el peligro más grande que tendremos que afrontar hasta la culminación del actual periodo presidencial.


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