



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
A propósito de las declaraciones vertidas por la Ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, en una reciente entervista concedida a Radio Mitre, cabe realizar las siguiente reflexiones:
El debate que se abrió alrededor de la política social del Gobierno no gira, en el fondo, alrededor de una ministra ni de sus declaraciones. El núcleo del asunto es otro, más incómodo y estructural: durante años, el Estado argentino delegó la administración de la pobreza en actores que no fueron electos, no rindieron cuentas y construyeron poder político a partir de esa delegación. Lo novedoso del momento actual no es la denuncia de ese sistema, sino la decisión explícita de desmontarlo sin nostalgia ni gradualismo.
La Argentina convivió demasiado tiempo con una ficción funcional: la de un Estado presente que, en los hechos, se ausentaba en el último tramo del recorrido. Los recursos salían del Tesoro, pero no llegaban directamente a quienes los necesitaban. En el medio, se instaló una red de intermediarios que convirtió la asistencia social en una zona gris, donde el control se diluía y la responsabilidad política se licuaba. Ese esquema no fue un accidente, fue una construcción deliberada que permitió administrar el conflicto antes que resolverlo.
La intermediación social cumplió, durante años, una doble función. Por un lado, contuvo la emergencia en los márgenes del sistema. Por otro, garantizó gobernabilidad a través de la amenaza latente del desborde. El piquete, en ese sentido, fue menos una herramienta de protesta que un lenguaje de negociación. No se marchaba solo para reclamar derechos, se marchaba para recordar quién controlaba la calle y, con ella, la paz social.
El problema de ese modelo no fue únicamente moral o económico, sino político. Al tercerizar la política social, el Estado resignó autoridad. Cedió el vínculo directo con los sectores más vulnerables y aceptó una mediación que, lejos de empoderar a los beneficiarios, los dejó atrapados en una lógica de dependencia. La ayuda dejó de ser un derecho exigible y pasó a ser una concesión condicionada. No al trabajo ni a la capacitación, sino a la obediencia.
Lo que hoy se discute es si ese esquema era inevitable. Durante años se lo presentó como la única alternativa posible en un país con altos niveles de informalidad y pobreza estructural. Cualquier intento de modificarlo era denunciado como ajuste, insensibilidad o criminalización de la protesta. Ese consenso implícito empezó a resquebrajarse cuando la sociedad comenzó a percibir que, pese a la expansión constante del gasto social, la pobreza no retrocedía y la violencia simbólica de la calle se volvía rutina.
El actual Gobierno decidió romper ese contrato no escrito. Lo hizo con una estrategia simple y riesgosa: cortar la intermediación, ordenar el espacio público y apostar a la trazabilidad de los recursos. No hay épica en ese enfoque, ni promesas de movilidad social inmediata. Hay, en cambio, una decisión política clara: el Estado vuelve a hablarle directamente al ciudadano, sin traductores interesados.
Esa decisión tiene costos. El primero es el conflicto abierto con organizaciones que construyeron identidad, financiamiento y representación sobre ese rol intermedio. El segundo es judicial: tocar circuitos opacos siempre activa reacciones defensivas. El tercero es político: administrar la transición sin redes territoriales propias implica asumir riesgos en un país donde diciembre suele ser un termómetro implacable.
Pero también hay una oportunidad. Si el Estado logra sostener un sistema donde los recursos llegan de manera directa, transparente y verificable, no solo reduce la corrupción, sino que redefine el vínculo entre política y asistencia. El beneficiario deja de ser rehén de una organización y pasa a ser sujeto de una política pública. Ese cambio, aunque silencioso, es profundamente disruptivo.
El punto crítico es la sustentabilidad. La historia argentina está plagada de reformas que funcionaron mientras hubo decisión política y colapsaron cuando cambió el clima. Si el nuevo esquema depende solo de voluntades individuales y no de reglas institucionales sólidas, el péndulo volverá. La verdadera disputa no es con los dirigentes sociales, sino con la cultura estatal que naturalizó la opacidad como forma de gestión.
También hay un dilema ético que atraviesa el debate. ¿Puede el Estado ordenar sin excluir? ¿Puede desarmar la extorsión sin abandonar a los más frágiles? La respuesta no está en el discurso, sino en la capacidad de monitoreo, corrección y planificación. Sin evaluación constante, cualquier sistema —nuevo o viejo— termina reproduciendo injusticias.
En definitiva, el conflicto no es entre sensibilidad social y ajuste, como suele plantearse. Es entre un modelo que administró la pobreza para sostener poder y otro que intenta desarmar esa lógica, con todas sus contradicciones. El resultado no está garantizado. Pero por primera vez en mucho tiempo, la discusión dejó de girar alrededor de cuántos planes hay y empezó a centrarse en cómo y para qué se gestionan. Ese cambio, en la Argentina, no es menor.







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