
Chile como espejo incómodo y la apuesta de Milei a una herencia que sobreviva
OPINIÓN
Ricardo ZIMERMAN


Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Chile ya no es el alumno modelo de crecimiento vertiginoso que fascinó a América Latina en los años noventa. Sin embargo, para la política argentina sigue funcionando como una imagen perturbadora: la prueba de que la normalidad democrática puede convivir con una racionalidad macroeconómica sostenida, aun cuando el poder cambia de manos y de ideología. Las elecciones presidenciales del domingo dejaron dos escenas que, vistas desde Buenos Aires, dicen más de la Argentina que del propio Chile.
La más comentada fue casi un ritual republicano: el llamado del presidente saliente al presidente electo para felicitarlo y garantizar una transición ordenada. No es un gesto menor en una región acostumbrada a dramatizar cada alternancia. Pero ese gesto no surge de la nada. Es la consecuencia visible de un entramado previo de acuerdos tácitos, de reglas aceptadas por oficialismos y oposiciones, de límites que no se cruzan aun cuando la tentación existe.
La segunda escena, menos fotografiada pero más decisiva, es la continuidad de una macroeconomía razonable a lo largo de 35 años de democracia. Chile cambió de gobiernos, de coaliciones y de discursos, pero no rompió los pilares centrales: disciplina fiscal, Banco Central autónomo, inflación baja como valor cultural compartido. Para la Argentina, donde la política económica suele resetearse con cada elección, ese dato resulta casi exótico.
Este contraste se vuelve más punzante cuando se lo cruza con la coyuntura local. En los últimos días, dos decisiones del Gobierno de Javier Milei apuntaron explícitamente a resolver el talón de Aquiles argentino: la falta de continuidad macroeconómica. Por un lado, el anuncio del Banco Central de una nueva etapa del programa monetario, con foco en la acumulación de reservas y un esquema de flotación cambiaria más creíble. Por otro, el envío al Congreso de un proyecto que busca blindar las reglas fiscales, prohibir presupuestos deficitarios y castigar penalmente a quienes se aparten de ese corsé.
El mensaje es claro: si la cultura política no garantiza estabilidad, se intentará imponerla por ley. La apuesta de Milei no es sólo ordenar el presente, sino reducir el margen de daño que puede provocar la próxima alternancia. En otras palabras, construir una macroeconomía que no dependa exclusivamente de quién gane la próxima elección. Es una jugada ambiciosa y riesgosa: convertir reglas económicas en compromisos casi constitucionales.
Chile muestra que ese camino no es imposible, aunque tampoco idílico. La economía trasandina lleva años de crecimiento modesto, muy lejos del “milagro” de la Concertación. El propio FMI habla de estancamiento. Pero aun así, el debate chileno se da dentro de límites que en la Argentina parecen inalcanzables: inflación del 3% o 4% como problema serio, discusiones sobre gasto público que nunca se salen de escala, rechazo social casi unánime a la emisión descontrolada.
Desde la Argentina, esa normalidad genera una mezcla de envidia y negación. En especial en sectores políticos que siguen leyendo la experiencia chilena como sinónimo de desigualdad estructural, a pesar de que los indicadores sociales muestran una reducción sostenida de la pobreza y mejoras en educación e inclusión. Es más cómodo denunciar un “modelo neoliberal” abstracto que revisar los propios fracasos.
Aquí aparece la dimensión histórica del desafío de Milei. Las dos experiencias argentinas que prometieron orden macroeconómico —el menemismo y el macrismo— terminaron mal, por razones distintas. El kirchnerismo, en cambio, consolidó una visión donde el déficit y la inflación se naturalizan como herramientas de gestión. El resultado fue una economía crónicamente inestable. Milei carga, entonces, con una doble tarea: demostrar que un programa de ajuste no desemboca inevitablemente en crisis social y, al mismo tiempo, desarmar el sentido común que legitima el desorden fiscal.
Chile funciona como caso testigo incómodo. Muestra que el ajuste puede ser un punto de partida y no un destino final; que la disciplina macro puede coexistir con políticas sociales efectivas; que la estabilidad no es patrimonio de una ideología. Para la Argentina, el problema no es técnico sino político y cultural: aceptar que ciertas reglas deben sobrevivir a los gobiernos.
La pregunta de fondo es si Milei logrará que su proyecto deje de ser una anomalía y se convierta en un estándar. Si su legado será apenas un paréntesis o el inicio de una continuidad que, por primera vez en décadas, atraviese la grieta. Chile no ofrece recetas mágicas, pero sí una advertencia: sin consensos básicos, la democracia se vuelve un péndulo que castiga siempre a los mismos.






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