El cambio silencioso que empieza a ordenar al oficialismo

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Por RIARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hay momentos en la vida política en los que las formas se vuelven tan decisivas como el fondo. El oficialismo atraviesa justamente ese umbral. Lo que hasta hace apenas unos meses se festejaba como un sello de autenticidad libertaria, hoy comienza a ser revisado con un dejo de incomodidad. El tono estridente que caracterizó al espacio desde su nacimiento ya no luce como un activo permanente, sino como un riesgo potencial en un tiempo en el que el Gobierno se juega objetivos esenciales y no negociables.

En la Casa Rosada conviven dos certezas. La primera, que existe una ventana de oportunidad acotada —no más de cuatro meses— para avanzar en las transformaciones que sustentarán el resto del mandato. La segunda, que no habrá segunda oportunidad si vuelven los tropiezos autoinfligidos del pasado reciente. La experiencia traumática del primer semestre del año pasado, cuando el oficialismo quedó al borde del colapso político, económico y financiero, dejó una enseñanza que ahora nadie desconoce: el desorden interno ya no es una opción.

También se entiende, en los niveles más altos de decisión, que no se puede depender eternamente de salvatajes externos como los que en su momento acercaron Donald Trump y Scott Bessent. Aquel auxilio resultó decisivo en dos frentes —el cambiario y el electoral—, pero las circunstancias internacionales cambiaron. En un año de elecciones legislativas en Estados Unidos, y con signos de fatiga entre los votantes republicanos, la cuestión argentina no figura entre las prioridades de quienes fueron presentados como “aliados incondicionales”. El Gobierno lo sabe: la política doméstica norteamericana no es un terreno en el que Milei pueda apostar sin reservas.

En este contexto, los episodios recientes en el Congreso fueron vistos como un desvío innecesario. La exagerada teatralidad de la diputada Lilia Lemoine durante la jura de los nuevos legisladores, los gestos altisonantes de Luis Petri y las provocaciones de Juliana Santillán fueron anotados en la columna de lo inconveniente. Algo similar ocurrió con la errática conducta de Lorena Villaverde, convertida en protagonista de una secuencia que terminó dañando más de lo que aportó.

Martín Menem, hombre de absoluta confianza de Karina Milei, lanzó advertencias que no pasaron desapercibidas. La señal es clara: la tolerancia a los excesos empieza a agotarse. Que el propio Presidente haya celebrado con gestos entusiastas no cambia la evaluación final. El oficialismo vive un momento en el que la épica del combate debe convivir con la prudencia de la gestión, aunque eso implique moderar vociferaciones que en otro tiempo eran aplaudidas.

El inicio de la segunda mitad del mandato de Milei trae consigo otro componente estratégico: la proyección hacia 2027. Karina Milei y los primos Menem ya trabajan abiertamente en la idea de reelección. La búsqueda no parece apuntar, al menos por ahora, a instalar una campaña prematura, sino a evitar que se consolide la percepción del “pato rengo”, esa imagen que suele precipitar el debilitamiento de cualquier presidente en la recta final de su mandato.

Pero hay algo más profundo. Para atraer inversiones —aún promisorias, aún demoradas—, el Gobierno necesita construir un horizonte de estabilidad política que exceda diciembre de 2027. Sin ese marco, los proyectos que se esperan desde hace meses seguirán congelados. Es un mensaje claro para el mundo financiero, más que para la sociedad, que todavía acusa el desgaste de un año electoral interminable.

El oficialismo, además, intenta capitalizar el desconcierto de una oposición que no encuentra un rumbo común. La sociedad todavía no percibe en forma extendida los efectos positivos de la política económica. El alivio en la inflación, que permanece por encima del 2% mensual, la caída parcial de la pobreza y la calma cambiaria son avances relevantes, pero insuficientes para quienes ven deteriorarse su poder adquisitivo y aumentar la desigualdad. El Gobierno sabe que ese cansancio social puede convertirse en un límite serio si no logra mostrar resultados más tangibles.

Por eso, Milei acelerará en los próximos meses. El Presupuesto será el primer test. Habrá negociación, pero mínima: la instrucción es defender los equilibrios fiscales como condición indispensable. Nada de concesiones que afecten recursos nacionales. El resto deberá dirimirse entre los propios gobernadores y sus representantes.

La otra pieza clave será la llamada “ley de inocencia fiscal”, destinada a inducir a los argentinos a mover los dólares guardados fuera del sistema. El objetivo es doble: contener el tipo de cambio y reactivar el consumo, que permanece en estado de congelamiento salvo por algunas señales aisladas en los sectores de mayor poder adquisitivo. La desigualdad creciente, advierten algunos analistas, podría volverse un problema político de magnitud si no se la aborda a tiempo.

A ello se suma la discusión sobre la reforma laboral, que el Gobierno considera central para revertir la destrucción de empleo formal registrada en los últimos meses. El texto —según se afirma— está prácticamente cerrado y bajo revisión de Patricia Bullrich. La premisa oficial es que el statu quo laboral no garantiza estabilidad ni creación de trabajo, y que retrasar esta discusión sería, a esta altura, una forma de inmovilismo.

El mileísmo se mueve hoy bajo una nueva lógica: conservar la identidad sin repetir las disfuncionalidades que casi lo desbordan. Si lo logrará o no, es una incógnita abierta. Lo único seguro es que, en esta etapa, las formas importan tanto como las ideas. Y que el tiempo, siempre escaso en política, empieza a correr más rápido.

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