



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
El presidente Javier Milei parecía haber llegado a una meseta política inmejorable después del triunfo electoral de octubre. Los números en el Congreso, aun sin mayorías propias, se habían ordenado con la incorporación de aliados circunstanciales; el clima de época jugaba a favor de un Gobierno que había logrado estabilizar variables económicas sensibles; y la oposición tradicional parecía atrapada entre la resignación y la falta de liderazgo. Sin embargo, dos decisiones tomadas en las sombras del procedimiento parlamentario alteraron ese escenario y expusieron una verdad conocida en la política argentina: el poder no se ejerce solo con votos, sino con reglas.
La primera señal de ruptura fue la designación intempestiva de auditores para la Auditoría General de la Nación, acordada en plena madrugada con el kirchnerismo. No fue solo una maniobra sorpresiva, sino un gesto político de alto impacto simbólico. La AGN es, por definición, el territorio institucional de la oposición, el ámbito desde el cual se controla al oficialismo. Que el Gobierno haya convalidado —o tolerado— un acuerdo con su antagonista histórico para avanzar allí sin aviso previo detonó la confianza del PRO, su principal socio legislativo.
La segunda decisión fue aún más delicada: la incorporación tardía, y sin consenso, de la derogación de las leyes de emergencia universitaria y de discapacidad dentro del Presupuesto 2026. No se trató solo de un error técnico o de una mala lectura del tablero, sino de una concepción rígida del poder. Milei reaccionó con furia cuando el artículo fue rechazado, aun cuando el Presupuesto había sido aprobado en general. Para el Presidente, sin esa poda el equilibrio fiscal quedaba herido de muerte. Para muchos de sus aliados, en cambio, el problema fue el método.
Ese choque de miradas explica buena parte del deterioro del vínculo con el PRO. Desde entonces, el macrismo decidió replegarse a una posición defensiva: votar según convicción, pero sin asumir el costo político de garantizar quórum o articular voluntades. Es una decisión que no rompe formalmente la alianza, pero la vacía de contenido operativo. En el Congreso, ese matiz puede ser decisivo.
Las consecuencias no tardaron en aparecer. La primera víctima fue la reforma laboral, presentada por el propio Gobierno como una de las columnas de su programa de transformación. Su postergación hasta febrero fue, en los hechos, una derrota política. No solo por la falta de números, sino porque dejó al descubierto una subestimación del impacto fiscal y político de la iniciativa. Gobernadores que habían acompañado el Presupuesto descubrieron que la reforma alteraba la coparticipación y los ingresos provinciales. Nadie tolera sorpresas cuando se trata de recursos.
El Gobierno había apostado a un cronograma ambicioso: Presupuesto, reforma laboral, reforma tributaria y cambios en el Código Penal. Pero la mala praxis legislativa, sumada a una estrategia de confrontación permanente, produjo el efecto inverso. Hoy, Milei enfrenta la paradoja de haber ganado una elección con contundencia y, al mismo tiempo, haber debilitado su capacidad de gobernar.
El dilema del Presupuesto es ilustrativo. Aceptarlo tal como salió de Diputados implica resignarse a un texto que el Presidente considera incompatible con su programa. Vetarlo o dejar al país sin presupuesto, en cambio, enviaría una señal inquietante a los mercados, al FMI y a los Estados Unidos. No es una disyuntiva menor. El equilibrio fiscal no es solo una consigna ideológica; es también un compromiso internacional.
A ese cuadro se suma un contexto social inquietante. Las movilizaciones sindicales, aun sin desbordes, advierten sobre un clima de fragilidad. Los episodios recientes en las Fuerzas Armadas, atravesados por dramas personales ligados a la situación económica, funcionan como un recordatorio incómodo de que la estabilidad macroeconómica no siempre alcanza para ordenar la vida cotidiana. Gobernar es, también, administrar sensibilidades.
Nada de esto invalida el rumbo elegido por Milei. Pero sí obliga a revisar las formas. La política no perdona la soberbia, sobre todo cuando se ejerce desde una minoría parlamentaria. Las mayorías no se declaman: se construyen. Y se construyen con paciencia, con diálogo y con respeto por los procedimientos. Saltarse esos pasos puede dar réditos inmediatos, pero suele tener costos duraderos.
El Gobierno aún está a tiempo de corregir. Para eso deberá entender que el Congreso no es un obstáculo, sino un escenario inevitable. Que los aliados no son empleados, sino socios circunstanciales. Y que las reformas profundas, para ser sostenibles, necesitan algo más que convicción: necesitan consenso. De lo contrario, el poder que hoy parece sólido puede empezar a resquebrajarse mucho antes de lo previsto.






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