


Por Juan Palos
En la Argentina no alcanza con ganar una elección. Acá, si no das la batalla cultural todos los días, te pasan por arriba. Te copan el lenguaje, te corrompen los valores y te vuelven a vender como justicia social lo que en realidad es miseria organizada. Por eso el mayor mérito de Javier Milei no es solo económico: es haber dicho en voz alta lo que durante años muchos pensaban y pocos se animaban a decir.
El populismo kirchnerista no fue un error de gestión: fue un sistema. Un sistema diseñado para robar, mentir y someter. Nos acostumbraron a que el Estado sea una cueva de privilegios, a que el militante viva mejor que el laburante y a que la corrupción sea una picardía ideológica. El peronismo, con honrosas excepciones que casi no se ven, se convirtió en una maquinaria aceitada para perpetuarse en el poder usando a los pobres como rehenes y a la caja pública como botín.
Las ideas de la libertad que encarna Milei vienen a romper ese círculo vicioso. Orden fiscal, respeto por el que trabaja, fin de los curros y del verso progresista que nos dejó con inflación, deuda y chicos pobres. Eso molesta, claro que molesta. Porque cuando se termina la joda, los primeros que gritan son los que vivían de ella.
Pero ojo: esto no se gana solo desde el Gobierno. La batalla cultural es diaria y es de todos. En la escuela, en los medios, en las redes, en la sobremesa familiar. Hay que explicar una y mil veces que sin esfuerzo no hay futuro, que sin reglas no hay inversión y que sin honestidad no hay Estado posible. El populismo no es una ideología romántica: es una fábrica de pobreza y corrupción.
Argentina tiene una oportunidad histórica. O defendemos las ideas de la libertad con convicción y coraje, o volvemos a caer en el mismo pozo de siempre. Y esta vez ya sabemos cómo termina. No hay más margen para la ingenuidad: o cambiamos en serio, o nos resignamos al fracaso eterno.




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