


Por José Ademan Rodríguez
¡Ah, las festividades navideñas! Esa mágica época del año que debería ser el hedonismo encapsulado en luces parpadeantes y dulces de jengibre, pero que, en la práctica, se asemeja más a un episodio de una telenovela de bajo presupuesto en el que todos luchan por el protagonismo. Bajo esa brillante capa de papel de regalo, las emociones reprimidas emergen con la fuerza de un volcán en erupción.
Esos encuentros familiares donde todos sonríen como si estuvieran en una publicidad de pasta de dientes, mientras por dentro se desatan tormentas de resentimientos acumulados. ¡Qué bonito ver a tu tía favorita decir que te "aprecie" mientras se prepara para lanzarte un dardo emocional disfrazado de consejo! La Navidad, ese momento en el que se habla de paz y buena voluntad, pero en el corazón de muchos se asoman fauces de envidia y aversión, esperando su oportunidad para salir a escena.
Y, ¡oh, las cenas navideñas! Un verdadero campo de batalla donde la elección entre pavo o lechón puede provocar una guerra civil familiar. “¿Por qué siempre estás tan obsesionada con la dieta?” se convierte en la frase del año, mientras el rencor se apodera de la mesa. Ah, las heridas que nunca sanan, como ese viejo recuerdo de cómo tu hermano mayor se comió tu último trozo de torta. El amor familiar es tan sólido como el papel de regalo que se rasga para revelar el drama que está por venir.
La opción de hibernar del 23 de diciembre al 2 de enero empieza a sonar como un plan más que aceptable. Solo imagina: dormir en un mundo libre de expectativas, donde no tienes que hacer malabares entre el “espíritu navideño” y las impostadas sonrisas de tus familiares. Una paz bien ganada, lejos de esas 'traviesas aprehensiones' que envuelven esta "maravillosa" temporada.
Y no olvidemos la presión social que se siente como un gorro de Santa que, en lugar de abrigar, aprieta hasta el último aliento. Las imágenes de felicidad que circulan en las redes son tan reales como los unicornios y, al mirar a esas familas perfectas en tarjetas de Navidad, uno no puede evitar preguntarse si sus problemas también se eliminan con un “¡cheers!” de vino espumoso.
En este gran teatro de lo absurdo que son las festividades navideñas, la crítica no proviene de mentes cínicas, sino de quienes buscan algo más que el abrazo forzado de un primo al que apenas se tolera. La disonancia entre el “¡Feliz Navidad!” y el “¿Por qué tengo que escuchar a mi tío hablar de política de nuevo?” resuena ampliamente, haciendo que el deseo de escapar se torne un anhelo por la libertad, aunque solo sea por unas horas, antes de sucumbir nuevamente al ruido y la irritante hipocresía. ¡Brindemos por eso!




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