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Llegan algunas vacunas más y el Gobierno sueña con recuperar votos, ¿lo logrará?

OPINIÓN 08/06/2021 Marcos Novaro*
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La idea de base en que se sustentan las esperanzas oficiales es que los votantes tienen memoria de corta duración.

Es decir, si reciben la vacuna entre junio y agosto, cuando voten en septiembre lo harán pensando en eso, y no en todo lo que pasó en 2020 y hasta mayo de este año: los errores de gestión, los horrores ideológicos y el tráfico de influencias en la negociación de las vacunas, la vacunación vip, la caída del 10% del PBI, y el resto de la montaña de evidencia acumulada de que tenemos un gobierno torpe, pero inclinado a considerarse una vanguardia iluminada que merece todo tipo de privilegios, como vacunarse antes que nadie y pasar todo el tiempo por encima de la ley, y encima a confiar en autocracias amigas que no le cumplen.

Todo eso debería haber pasado al olvido para cuando empiece la campaña electoral. Si es que los cráneos del oficialismo tienen razón, y nadie se acuerda de lo que sucedió un tiempo antes.

Pero los cálculos que hacen en el FdeT tal vez sean tan poco confiables como todo lo demás que intenta: ¿se pueden olvidar tan fácilmente las 80.000 muertes acumuladas, que para cuando el oficialismo empiece a pegar carteles es probable que lleguen a 100.000? Tan poco probable como que se haya olvidado para ese entonces que estamos llegando a récords históricos de pobreza y sumiendo en la ignorancia a toda una generación de niños y jóvenes de bajos ingresos.

Y los problemas para los planes oficiales no terminan ahí. Es probable que muchos votantes tengan más memoria de lo que Alberto y Cristina esperan. Pero incluso para los que se ajusten a sus expectativas al respecto, es también probable que las previsiones sobre sus comportamientos electorales les terminen fallando: ¿por qué pensar que el alivio que los vacunados experimenten, y del que no cabe dudar, pues está bien documentado en muchas encuestas, vaya a durar más de lo que les duró a esos ciudadanos el enojo por la acumulación de despropósitos oficiales que hasta aquí han padecido?

Los vacunados de acá a agosto tal vez le agradezcan al gobierno nacional la vacuna recibida. Durante un tiempo. No demasiado largo. Después de algunas semanas de “regreso a la cotidianeidad”, de disfrutar de la altísima inflación, la estrechez de los ingresos y la falta de perspectivas, lo más probable, siguiendo la lógica de la memoria de corta duración, es que esa gratitud y las simpatías derivadas se extingan.

No se sabe muy bien cuánto dura la inmunidad que ofrecen las vacunas. Pero no hay por qué pensar que la inmunidad que ellas puedan ofrecer a gobernantes probadamente ineficaces en la gestión vaya a ser muy duradera. En el contexto político argentino, y con las autoridades lanzadas a meter la pata en infinidad de otras cuestiones, lo más probable es que sea más bien breve.

Y es que los líderes del FdeT no se cansan de confirmar que no conviene confiar en ellos. Santiago Cafiero acaba de confesar que no tuvimos más vacunas porque decidieron “ahorrar unos dólares”. Más concretamente, 60 millones, que es más o menos lo que se destruye del PBI por día con los cierres casi totales a los que hemos vuelto, por falta de vacunas. Si lo que Cafiero dijo fuera cierto, y no una torpe cortina de humo para ocultar la disposición a alinearnos aún más detrás de las autocracias del mundo, y la gravitación en la gestión de las vacunas de lobistas de laboratorios que buscaron dejar a Pfizer fuera de la competencia, y que luego encima incumplieron sus promesas de suministro, alcanzaría para que todos los involucrados en esas tratativas quedaran fuera de la administración pública de por vida. Pero claro, entre nosotros los estándares de calidad al respecto están un poco deprimidos. Así que Cafiero siguió en su cargo como si nada, y se dio el lujo de pasar por el Congreso y burlarse de los “visitadores médicos” de la oposición.

El presidente, mientras tanto, resignado ya a no resolver ninguno de los problemas que tiene entre manos, dedica cada vez una mayor parte de su tiempo a comentarlos, que se ve es en lo que se siente más ducho.

“Argentina se parece cada vez más a un país pobre”, “ya está probado que el capitalismo no funciona” son algunos de sus últimos hallazgos. Frases que suenan un poquitín fuera de lugar, además de contradictorias entre sí: si Argentina se llenó de pobres, mientras el mundo, al menos hasta que estalló la pandemia, venía dando pasos enormes en dirección a reducir su número, debe ser porque somos nosotros los que vamos a contramano, y vamos a contramano porque no logramos hacer que nuestro capitalismo funcione, mientras él florece en muchos otros lugares del mundo.

Pero bueno, no le pidamos lógica a este señor, evidentemente desbordado por los dramas que se cargan en sus espaldas, y que no tiene la menor idea de cómo encarar. Y seamos un poco más comprensivos con su inclinación a comentar la realidad, dado que ha renunciado a hacer el trabajo para el que, un poco por azar, otro poco por mérito ajeno, y en gran medida por nuestros déficits de memoria como ciudadanos, terminamos conchabándolo.

Si hiciéramos un poco de memoria recordaríamos, además, que la propensión de Alberto a hacer de comentarista para lavarse las manos de sus déficits como gobernante viene de largo. La puso en práctica, sin ir más lejos, desde que nuestros números de contagios y muertes empezaron a empeorar, y quiso pasar por viejo vizcacha, echándole la culpa al resto del mundo, y en particular a la oposición: “si me hubieran hecho caso nada de esto hubiera pasado”, “los médicos se relajaron”, “los chicos juegan a intercambiarse los barbijos en las escuelas”, etc, etc.

Una impostura que le permite también andar por la vida sin mencionar, siquiera una sola vez, los 80.000 muertos acumulados. Jamás ha dicho una palabra al respecto. La idea con que se maneja la “comunicación presidencial”, si es que se puede hablar de algo por el estilo, es que mejor no hablar de las cosas que no se pueden explicar. Que conviene “hacer como que no existen”. Pero puede terminar gestándose así un grado tal de disociación con la realidad que se vuelva insoportable, y se convierta en un boomerang: puede que los ciudadanos se convenzan no sólo de que es al menos en parte responsable del drama, sino que le importa un rábano. La desconexión afectiva, con un personaje tan gris y equívoco como el presidente, podría desembocar entonces en una crisis mucho más aguda de la confianza ciudadana de lo que hemos visto hasta aquí. Una crisis cuyas consecuencias sería difícil prever, pero que tal vez no difieran demasiado de las que padecimos a fines de 2001 con De la Rúa.

Alberto espera, sin embargo, que la tolerancia de la sociedad, o al menos de la parte de la sociedad que suele votar al peronismo, sea suficiente para que esta vez todo, todo, se lo dejemos pasar. Y que nadie le reclame que ha desaparecido con la pandemia el equivalente a una ciudad de Olavarría, y pronto tal vez a una Santa Rosa. Mucha gente, ¿verdad? Demasiada para que los funcionarios sigan silbando bajito y mirando para otro lado. Aun teniendo de su parte la enorme capacidad de digestión de desgracias y fracasos que brinda el partido oficial.

Mientras tanto, como si todo esto no bastara, el FdeT se aboca a cerrar las heridas internas acumuladas en los últimos meses, por diferencias de criterio sobre la gestión económica, para encarar unido, más unido que nunca, la campaña electoral.

Lo hizo esta semana con una publicitada reunión entre el gobernador Kicillof y el ministro Guzmán, duramente enfrentados desde que este fracasó en el intento de actualizar las tarifas y mostrar al menos ese “logro” a los organismos financieros internacionales, para probarles que sus promesas de gestión responsable no se quedaban en palabras.

Lo interesante del encuentro entre el gobernador y el ministro fue que se mostraron ahora muy de acuerdo, básicamente, en lo que quería el gobernador.

Es decir, que el entendimiento consistió en la plena rendición de Guzmán ante la línea dura del kirchnerismo. Lo que tiene bastante lógica, dadas las necesidades políticas del oficialismo.

Porque, ¿qué fue lo que Kicillof le hizo finalmente entender a Guzmán? Que la alta inflación va a seguir. Pero podía seguir por culpa del déficit y la emisión, y entonces impactar en los consumidores a través de los precios de infinidad de productos, que fijan en forma directa los empresarios, por lo que se podría achacarles a ellos la culpa. O seguir, en el esquema concebido por Guzmán para congraciarse con el FMI, por obra de la reducción de los subsidios y la suba de tarifas, que, dispuestas por el propio gobierno, no podría achacarse a nadie más que a él mismo.

¿Entendiste Guzmán? El chiste no está en que baje la inflación, eso no iba a suceder en ningún caso. El chiste está en que no tenga la culpa el gobierno, sino sus “enemigos de clase”, los “amigos de la oposición”, los ricos y sus “títeres en los medios”. Son ellos los que ahora subirán los precios, mientras el oficialismo insiste con los geniales controles y congelamientos, con el aumento de los subsidios y el gasto social. En pocas palabras, el esquema “la política te da lo que el mercado te quita” que tan bien le funcionó ya al kirchnerismo en el pasado.

Kicillof tal vez también haya convencido a Guzmán de su tesis respecto a que lo que digan y piensen afuera sobre las decisiones económicas que ellos adopten mucho no importa, porque la confianza de los inversores de todos modos tampoco se va a recomponer y, en el marco de la pandemia, los acreedores no van a tener más opción que esperar. ¿Se atreverían acaso a aparecer sancionando, perjudicando aún más a un país que lidia con los guarismos de pobreza, contagios y muertes más pavorosos imaginables?

Es curioso: los K no se hacen nunca cargo de sus fracasos, pero ellos les sirven y mucho para protegerse de las presiones que desde fuera se ejercen para que, eventualmente en algún momento, nuestro país deje de fracasar. Como si dijeran “no nos exijan hacer las cosas bien, intentarlo insumiría demasiados esfuerzos, que solo podemos dedicar a salvarnos la ropa, aunque eso signifique enterrar al país hasta el fondo”.

Claro que, de todos modos, tampoco Kicillof está vacunado contra el tipo de falencias disociativas que amenazan a Alberto. Donde más claramente se observa este problema, en su caso, es en el modo por completo inconsistente con que encara el cierre de actividades en la provincia. Que está generando tanto o más rechazo entre los votantes que la suba de precios: en el espacio de unas pocas semanas, cierre total de por medio, trepó el porcentaje de bonaerenses que considera que la estrategia oficial contra el Covid es inefectiva y dañina; y trepó también el pesimismo económico, y la imagen negativa tanto del gobernador como del presidente.

El error de Kicillof en este terreno es bastante coincidente con el que cometió Guzmán con el tema tarifas. Con la diferencia de que aquel logró hasta ahora salirse con la suya, son sus políticas las que están aplicando. Así que, si la opinión negativa al respecto se consolida, los costos que pagará tenderán a crecer, porque difícilmente logre descargarlos en otros.

¿Por qué no cambia de actitud? En parte por cerrazón ideológica: por naturaleza fanático, no es de extrañar que esté yendo mucho más lejos que Alberto en hacer de la cuarentena una cuestión de fe. Tal vez haya descubierto en ese último recurso de las sociedades medievales una buena vía para hacer realidad sus sueños marxistas de construir una sociedad sin clases. Sin clases, sin economía, sin libertades, sin nada.

En parte también por la necesidad algo infantil pero bastante comprensible de diferenciarse de la ciudad, de Larreta y de todo lo que él representa, y tratar de sacar provecho de la polarización “con el enemigo”, para descargar culpas.

Y en parte, finalmente, por la más razonable desconfianza a que la economía repunte, aun cuando se supriman las restricciones sanitarias. Como muchos otros economistas, se ha ido volviendo más y más pesimista sobre las posibilidades de que durante este año efectivamente se recupere una buena parte de lo que la economía perdió en 2020. Debe saber ya que es posible que ni siquiera se alcance el porcentaje de reactivación pronosticado en el presupuesto, y que meses atrás muchos pensaban se quedaba corto. Desde el fin del verano que el ritmo de reactivación se moderó y para algunos sectores directamente se extinguió. La falta de inversiones muy elementales, la selectividad de los consumidores y la común falta de perspectivas están deprimiendo las ventas, demorando los proyectos de obras, y frustrando los planes de reapertura de locales. En el comercio más bien se observa una segunda ola de cierres, motivada en que muchos pequeños empresarios hacen mejor las cuentas y calculan que no van a tener chance de cubrir el rojo acumulado desde que empezó la crisis.

Así las cosas, tal vez no sea mala idea para el oficialismo apostarle todo a la lógica de guerra que siempre anima las palabras y los pasos de Kicillof. Porque no va a haber vacunas que alcancen. Ni gasto social ni reactivación que reparen mínimamente los daños causados. Así que solo la guerra podría justificar que el gobierno pida una vez más el voto, en medio del desastre.

 

 

* Para TN

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