Un poder que se afirma mientras la sociedad espera

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Javier Milei llega al final del año con un dato que, para la política, es decisivo: su poder está más sólido que hace doce meses. Ganó elecciones cuando parecía no tenerlas todas consigo, disciplinó a su propio espacio y obligó a la oposición a jugar a la defensiva. Sin embargo, ese fortalecimiento institucional convive con una realidad menos épica: la sociedad que lo sostuvo en las urnas no está mejor. Sigue esperando.

La economía ofrece una postal incómoda. El 2025 tuvo dos primeros trimestres de rebote, empujados por sectores exportadores y actividades primarias. Fue un crecimiento con apellido: no nació del mercado interno ni del consumo, sino de enclaves que funcionan casi al margen de la vida cotidiana de la mayoría. En la segunda mitad del año, el motor se apagó. El tercer trimestre mostró retrocesos y el cuarto terminó en una meseta que deja al 2026 arrancando desde un piso cercano a cero. Una economía que no cae, pero tampoco despega.

Ese estancamiento se siente con nitidez en las pymes. Las ventas minoristas acumulan caídas interanuales, con descensos extendidos en la mayoría de los rubros. La capacidad ociosa crece, los márgenes se achican y los despidos no desaparecen, aunque cambien de forma. La aparente baja del desempleo es, en gran medida, un espejismo estadístico: el trabajo formal se achica y la informalidad absorbe a quienes quedan afuera. El empleo se “plataformiza”, se vuelve precario, fragmentado, sin horizonte. El empleo de calidad no aparece.

El Gobierno apuesta a que el 2026 ofrezca mejores noticias. La cosecha promete un buen segundo trimestre y la macro, dicen en el oficialismo, ya habría tocado fondo. Pero el presente es otro: el consumo no reacciona, el endeudamiento de las familias crece, aumentan la mora crediticia y los cheques rechazados. El ajuste fiscal ordena números, pero no construye expectativas sociales. Y sin expectativas, el tiempo político empieza a jugar en contra.

Paradójicamente, este es un año de consolidación para Milei. No económica, sino política. Supo administrar una victoria que llegó cuando la derrota parecía su destino. Octubre le regaló un “veranito” institucional: más autoridad, menos cuestionamientos, una oposición desorientada. Incluso puede permitirse imaginar la reelección, un privilegio que en la Argentina no es menor. Pero gobernar no es solo ganar elecciones: es administrar la espera de quienes creen.

En ese contexto apareció un límite inesperado. Un Congreso muchas veces subestimado logró bloquear un avance sensible del Ejecutivo: la eliminación de leyes vinculadas al financiamiento universitario y a la emergencia en discapacidad. Fue un gesto modesto, pero significativo. La política, tan desprestigiada, recordó que todavía puede cumplir una función elemental: poner un freno. El Presidente, que había coqueteado con el veto total del Presupuesto, retrocedió. No lo vetará. El sistema funcionó, aunque sea de manera imperfecta.

Ese episodio dejó al desnudo una tensión más profunda. El Presupuesto que impulsa el Gobierno reduce de manera drástica la inversión educativa, golpea a las escuelas técnicas y ajusta a las universidades. No es solo una discusión contable: es una definición de país. Mientras tanto, las leyes que siguen vigentes no se cumplen plenamente, lo que abre interrogantes jurídicos y políticos. Gobernar por omisión también es una forma de decisión.

La oposición, por su parte, no ofrece un horizonte alternativo. Sueña con encontrar un candidato providencial, pero no trabaja en un proyecto creíble. El peronismo se consume en disputas internas; el radicalismo no logra salir de su larga crisis de identidad; el PRO recuerda su fugaz ascenso y su caída. La fragmentación opositora es uno de los activos silenciosos del Presidente.

La pregunta incómoda persiste: ¿le sirve al país que el Gobierno se fortalezca mientras la sociedad se debilita? ¿Existe una estrategia de largo plazo que exceda la supervivencia política? Para ser justos, habría que extender el interrogante hacia atrás: ¿qué gobierno argentino reciente tuvo un proyecto que no fuera, ante todo, durar?

Se puede gobernar desde la derecha o desde la izquierda ignorando el bien común. La historia local lo demuestra. Se lo ignora robando, pero también privilegiando de manera extrema a quienes ya tienen todo, dejando a otros sin nada. La política argentina se acostumbró a la lógica del intercambio mezquino, del “te doy si me das”, de la extorsión como método. En ese camino perdió algo esencial: la palabra. Y sin palabra no hay acuerdo posible.

La Argentina necesita abandonar la tentación de ganar solo para someter al otro. Volver a ampliar miradas, construir coincidencias, pensar en un nosotros que hoy parece una mala palabra. Tal vez ese sea el mayor desafío de Milei. No tanto ordenar la macro, sino decidir si quiere un poder que se consolide sobre una sociedad exhausta o un liderazgo capaz de ofrecer un horizonte compartido. La espera social no es infinita. Solo se estira mientras alguien crea que, al final del camino, habrá algo más que ajuste y paciencia.

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