



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Cristina Kirchner no es, ni fue, una presa política. Su situación judicial es el resultado de un proceso largo, complejo y atravesado por instancias múltiples que concluyeron en una condena firme por hechos de corrupción. Sin embargo, Javier Milei cometió un error político evitable: al intentar despegarse de un acuerdo incómodo con el kirchnerismo, terminó ofreciéndole a la ex presidenta una coartada discursiva para volver a presentarse como víctima de un sistema que, según su relato, la persigue.
La frase del Presidente, pronunciada en una entrevista televisiva y lanzada con ligereza, fue tan innecesaria como funcional a la narrativa kirchnerista. Al afirmar que “Cristina terminó presa con este gobierno”, Milei mezcló planos que no deberían confundirse. La condena de la ex mandataria no es fruto de una decisión política ni de un gesto del Poder Ejecutivo actual. Es la culminación de una causa judicial iniciada hace casi dos décadas, atravesada por gobiernos de distinto signo y resuelta por jueces y fiscales que actuaron con autonomía.
Lo paradójico es que Milei no necesitaba recurrir a ese argumento. Si su objetivo era desmentir versiones sobre un entendimiento con el kirchnerismo, la realidad ya hablaba por sí sola. La integración de la Auditoría General de la Nación dejó en evidencia un acuerdo político que incomodó al PRO y tensó la relación con el macrismo. El incumplimiento del compromiso de designar a Jorge Triaca y la elección de nombres vinculados directa o indirectamente al universo kirchnerista fueron hechos concretos, no interpretaciones periodísticas caprichosas.
Negar lo evidente suele ser más costoso que asumirlo. Pero lo verdaderamente grave no fue la negación, sino el daño colateral: al asociar su gobierno con la prisión de Cristina Kirchner, Milei reforzó el argumento que ella necesita para seguir proclamándose una detenida por razones políticas. Nada más lejos de la verdad. La causa Vialidad nació en 2008, cuando Elisa Carrió y otros dirigentes denunciaron el direccionamiento de la obra pública en Santa Cruz. Durante años, la investigación chocó contra un muro de silencio administrativo. Recién en 2016, con otro signo político en el poder, la Justicia recibió la información clave para avanzar.
Desde entonces, el expediente siguió su curso institucional. Dos fiscales elaboraron un dictamen lapidario. Un juez procesó a la ex presidenta y elevó la causa a juicio. Las instancias de apelación confirmaron una y otra vez la validez del proceso. El juicio oral fue público, transmitido y atravesado por un alegato que quedó grabado en la memoria colectiva. La sentencia llegó cuando Alberto Fernández aún era presidente. La confirmación final, con la Corte Suprema, se produjo años después, con una integración que nadie podría tildar de obediente al actual oficialismo.
Catorce jueces y varios fiscales coincidieron en un mismo punto: hubo corrupción y hubo responsabilidad penal. Reducir todo ese recorrido a una supuesta decisión política de Milei no solo es falso, sino que banaliza el funcionamiento de la Justicia. Y, de paso, le facilita a Cristina Kirchner una narrativa de persecución que no resiste el menor análisis serio.
Esto no significa idealizar al Poder Judicial. Hay motivos de sobra para cuestionarlo. Basta observar la parsimonia con la que avanza el juicio por los Cuadernos, probablemente la investigación más ambiciosa sobre corrupción sistémica en la historia reciente. La negativa de un tribunal oral a acelerar las audiencias, incluso frente a pedidos explícitos de instancias superiores, exhibe una inercia difícil de justificar. Esa lentitud erosiona la confianza pública y alimenta sospechas.
Pero tampoco es honesto pintar a toda la Justicia como un bloque ineficiente o cómplice. La Corte Suprema, por ejemplo, cerró el año con cifras récord de sentencias y resoluciones. Ese dato revela un tribunal activo, aunque también desnuda otro problema: la tendencia a judicializarlo todo, como si la Corte fuera una cuarta instancia ordinaria y no un ámbito excepcional.
En paralelo a estos debates institucionales, Milei atraviesa un momento político favorable. Las encuestas muestran una recuperación sostenida de su imagen y una reconfiguración de las preocupaciones sociales. La inflación dejó de ser el principal fantasma cotidiano, desplazada por la corrupción, la inseguridad y el empleo. En ese contexto, el Presidente cuenta con un margen de acción que otros no tuvieron.
Ese capital político se ve reforzado, además, por la fragmentación del peronismo. Las disputas internas, los liderazgos en pugna y las peleas territoriales en el conurbano bonaerense funcionan, de hecho, como un impulso indirecto para el oficialismo. Cuando figuras de alta negatividad ocupan el centro de la escena, una porción significativa de la sociedad se refugia en Milei casi por descarte.
Precisamente por eso, el error resulta más llamativo. Con viento a favor, Milei no necesitaba confundir una condena judicial con una prisión política. Al hacerlo, no debilitó a Cristina Kirchner: la fortaleció en su rol preferido, el de víctima. Fue un traspié discursivo que no cambia el fondo de la historia, pero sí el relato. Y en la Argentina, los relatos suelen tener consecuencias que exceden largamente a los hechos.






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