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La mutación de Fernández y un peligroso virus: el túnel del tiempo

El inicio del tan esperado 2021 amenaza una vez más a la Argentina con una vuelta al pasado que, tal de concretarse como sus ejecutores planean, tampoco esta vez resultará inocua, ya que se pretende aplicar los mismos remedios en materia política, económica y social que nunca dieron resultado y que han hecho retroceder al país a escalones bajo cero.

POLÍTICA 05/01/2021 Agencia de Noticias del Interior Agencia de Noticias del Interior
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Si la idea es repechar algún tipo de cuesta, este empecinamiento a favor de una terapéutica que busca elevar al Estado a los altares a costa del sector privado, sólo puede interpretarse desde la necesidad del ala más radicalizada del oficialismo de imponer sus condiciones, primero al resto de sus aliados y luego a la mismísima sociedad. Así, la confianza queda por el piso y la inversión ha desaparecido. ¿Puro relato, orgullo político o degradación social para crear las condiciones de ir hacia el socialismo del siglo XXI? Hay respuestas para todos los gustos. 

En ese marco de entronización del Estado frente al mercado debe analizarse en primer término la debilidad de la figura presidencial, un símbolo que a la Argentina le importa mucho porque siempre ha tomado a los mandatarios como “papás”. Este emblema tan argentino hoy es avasallado por el mismo virus malicioso que Alberto Fernández dejó entrar cuando pactó lo que pomposamente él llama “la unidad”, es decir el menoscabo de su autoridad en beneficio del conjunto partidario y no de lo que se supone que es un Presidente: el espejo de todos (y todas). Por algún pacto previo para que el Ejecutivo logre inmunidades judiciales que no le corresponde gestionar o porque lo han madrugado, lo cierto es que el virus del Estado-presente que se escapó de mala forma de la probeta hoy se está llevando puesta no sólo su concepción socialdemócrata (“tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”) sino también su investidura. Fernández ya no es quien era y hasta su lenguaje ha mutado, quizás producto de la confusión que lo desborda.

Sin el menor cuidado por las formas y sin que nadie se preocupe para decirle que ha metido la pata, el Presidente insiste con el término “disipar” para justificar lo que podría ser una intervención policial preventiva a la hora de prohibir reuniones, tal como se vio en Pinamar. Queda mejor que “reprimir” o quizás quiso decir “dispersar”, pero alguien debería haberle marcado que aquella palabra tiene algunos sinónimos bastante tristes para la historia argentina como “desaparecer, eliminar, borrar, desvanecer”. Otro derrape de su léxico fue hablar del carácter “alocado” de una parte de los medios que marcan las flaquezas del andar del Gobierno y las contradicciones generales y personales, algo muy en línea con las paranoias anti-prensa no complaciente de muchos de sus camaradas de ruta. Ellos no deberían ir a un siquiatra, pero algunos periodistas sí.

Hay que reparar que no es el mismo caso como cuando Edison Cavani le dice “negrito” a un amigo. Cuando Fernández usa esos términos sabe muy bien lo que connota cada uno y que cada palabra que dice como Presidente no se puede asemejar a la jerga rioplatense como en el caso del uruguayo, ya que sus responsabilidades le imponen precisiones que a un jugador de fútbol se le pueden perdonar. El periodismo que lo conoció afectuoso y dispuesto, el mismo que lo buscaba primero como funcionario técnico y luego como político que se iba formando para conocer su punto de vista, el periodismo al que él nunca eludió aún como jefe de Gabinete de Néstor Kirchner y el que le dio espacio cuando estaba en el llano es quien nota más que nadie su mutación.

En términos institucionales, las novedades que se han producido casi al cierre del nefasto año 2020 a favor de la preeminencia del Estado fueron de una sola vía, dedicadas a mostrar que todo lo que se haga en la Argentina debe pasar por la lapicera de los burócratas, ya que además son ellos quienes deciden el nombre y apellido de los ganadores y de los perdedores, incluidos los favores por vivir en tal o cual distrito de acuerdo al alineamiento de sus gobernantes. La agresión contra los contribuyentes de la CABA no sólo ha sido un castigo a la supuesta opulencia de los porteños, sino el botón de muestra hacia otros futuros rebeldes, mientras se cocina una reforma judicial que le dé a la política más resortes para manipular a los jueces. Por último, el caso de la fórmula de aumento a los jubilados sin ajuste por inflación que en paralelo con la doble pensión para CFK (más retroactivos y sin Ganancias), el kirchnerismo vivió con vergüenza (para certificarlo basta releer el discurso de Máximo Kirchner en la Cámara u observar cómo la prensa cercana al Gobierno escondió editorialmente el tema) termina de darle marco a la situación bajo la batuta del dirigismo, con un elocuente listado de medidas:

La decisión de transformar en servicio público esencial las prestaciones de telefonía, Internet y TV paga para regular sus precios. El debut fue permitir sólo 5 por ciento de aumento en enero.

El eventual congelamiento de las tarifas del resto de los servicios públicos (se especula con una suba de sólo 9% promedio en gas y electricidad, aunque diversificado por sector social) y un cambio de manos bastante vidrioso en la distribuidora Edenor.

El cierre de las exportaciones de maíz en momentos en que más se necesita engrosar las reservas con ventas al exterior, decisión que retrotrae a las demagógicas medidas del gobierno kirchnerista anterior que sirvieron para poco y nada.

El anuncio público de la vicepresidenta Cristina Fernández sobre la necesidad de reformular el sistema de salud y, en paralelo, la insólita anulación en el mismo día de un aumento ya concedido a las empresas de medicina prepaga. Otra cucarda más para el palmarés del incombustible ministro Ginés González García.

El cierre del aeropuerto de El Palomar para terminar de complicarle la vida a la competencia privada de Aerolíneas Argentinas.

Además, en un proceso donde primó el oscurantismo, la vacuna rusa se compró “de Estado a Estado”, lo que ha permitido sortear la confiable verificación de la ANMAT y dilatar otras posibilidades (Pfizer).

En esa línea, se puso en marcha la campaña de vacunación de un modo bastante demagógico en las formas, pero muy desordenada en su ejecución, sin que haya seguridad de mantener el ritmo hacia el futuro. Un cálculo bastante conservador de 1 millón de vacunados al mes implica que, para que dos terceras partes de la población quede inmunizada con las dos dosis, se van a necesitar no menos de 48 meses.

Ante la posibilidad del recrudecimiento de la pandemia, se volvería a los controles, pero esta vez mucho más estrictos. Como en Perú o en Italia no se descarta el toque de queda y otras prohibiciones para “disipar” los intentos de reunión.

En este vendaval que parece que le caerá a la Argentina más pronto que tarde, Fernández no es para nada un actor pasivo, aunque de a poco se nota cada vez más su rol secundario. Su jefa política, Cristina Fernández, lo ha puesto al Presidente en una hoguera de difícil escapatoria ya que si la sigue a rajatabla su imagen se desgaja cada vez más ante la opinión pública más moderada y si no lo hace, queda expuesto públicamente a su mandoble disciplinador. Desde una perspectiva no “alocada” podría decirse que el Jefe del Estado ha dejado de ser el político conocido por su voluntad de explicar las cosas y de anudar siempre un acercamiento aún en la divergencia y que se ha kirchnerizado, con todo lo que implica esa radicalización.

Tras un año de ejercicio de la Presidencia, entre Fernández y su antecesor hubo una coincidencia notable en materia de ritmo para ejecutar cambios: gradualismo o shock. En el gobierno de Cambiemos la cosa se discutió mucho y se quedó en avanzar con la primera variante. Mauricio Macri, Marcos Peña y Jaime Durán Barba se jugaron por algo que a la larga se los llevó puestos y lo hicieron porque descreyeron de la capacidad de los votantes de interpretar los momentos de cambios drásticos. Grave subestimación porque cuando quisieron torcer el barco ya era tarde y hubo mucha gente de los propios que les votó en contra. Por la pandemia o por lo que fuere, el primer año del actual presidente fue también de gradualismo pleno y en el caso de Martín Guzmán casi de estudiada pereza, para dilatar los tiempos y de allí que se piensa que con el FMI podría darse la misma deriva.

La historia del primer año ha vuelto a repetirse, pero ahora ha tomado el comando de la situación la experiencia política de Cristina Kirchner. Con más timing, desde el Instituto Patria se interpreta que al hierro hay que machacarlo en caliente y que los tiempos se acortan y entonces ahora es tiempo de un “shock distributivo para todos y todas” miembros de la sociedad que acompaña, aunque no haya que distribuir y antes de que peligren las mayorías en el Congreso, las que deberán surgir de las elecciones de octubre. Por eso, la decisión de apretar el resorte en las tarifas y el tipo de cambio (congelamiento) se llevará a cabo para que la inflación se note lo menos posible en este año electoral, aunque se emita lo que haya que emitir. En este punto, hay que reparar que el Presupuesto 2021 está elaborado con números que certifican que la pandemia ha terminado y eso no es así, por lo cual siempre quedará la excusa a mano ante los incumplimientos que el Fondo Monetario no podrá dejar de considerar como atenuante. Si alguien lo pensó de esta forma se trata de algo de puro cinismo.

En su discurso en La Plata, la vicepresidenta marcó la cancha preocupada además por su situación judicial y la de sus hijos, tras un año sin resultados. Si la cosa era esperar un año y estaba todo concertado a ver qué pasaba con Fernández nunca se sabrá a ciencia cierta, pero lo concreto es que la Jefa del Movimiento bajó la línea exactamente a tiempo para seducir a sus votantes con diferentes platos para el mismo menú que, como en otros tiempos, invitan a que la inversión desaparezca. Kicillof mediante, se seguirá alabando al consumo entonces.

Desde lo político, esa alocución pronunciada justo al año exacto del retorno del peronismo al poder tuvo todas las características de manifiesto: hay que volver a 2015 y quien así no lo entienda que se busque “otro laburo”. No es verdad que aquello tenía muletas por los cuatro costados y que no había indicador positivo, sino que el gobierno que vino luego fue quien destruyó ese proyecto, sustentado en el lawfare armado entre la Justicia y la prensa y, por eso, hay que reponer, más que los instrumentos, aquella concepción ideológica. Con el paso de los días, todos se han empezado a alinear, incluido el Presidente, quien tampoco se sabe si tenía una idea cabal del giro que lo iba a hacer retroceder a él mismo un lustro, cuando se oponía frontalmente a todas estas cosas que, inoculado con la cepa K, ahora mansamente acepta.

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