Historia real: La increíble historia de como se puede morir por gula. Un crimen perfecto
PARA LEER EN PANTUFLAS José Ademan RODRÍGUEZPor José Ademan RODRÍGUEZ
Nunca le hagas daño a una mujer, nunca te burles de ella ni la hagas quedar como una ridícula. La mujer es sin duda alguna un ser superior con respecto al hombre, en todo aspecto, salvo en el físico. Querer hacerle daño a una mujer es literalmente suicida, es comprarse el peor de los castigos si la mujer es inteligente y sabe tener paciencia y esperar. El caso que hoy no ocupa es el más claro ejemplo de cuando una mujer se siente agredida por el hombre y lo es capaz de hacer. Dicen que el crimen perfecto no existe, salvo que el mismo haya sido preparado y ejecutado por una mujer inteligente...
Gordicidio, la historia real de un crimen perfecto
Este escrito va dedicado a todas las mujeres que cometen la temeridad de casarse...
Un día, una mujer en Río Cuarto, a través de la medianera de su casa que daba al baldío, escuchó a su marido, jugando a las bochas, que se ufanaba ante sus amigos diciéndoles con sorna: “La mujer debe ganar espacio en la sociedad. Por eso, a la mía, le agrandé la cocina”. Ella pensó, mientras se mordía con rabia el labio inferior: “¡LA COMIDA! ¡LA COMIDA! ¡¡¡ESO!!! ¡La comida...! ¡Sigue siendo la reina para manejar al hombre! ¡Envenenarlo! Con setas... ¡O si pudiera darle una de las hamburguesas de vaca loca...!". Luego siguió elucubrando cosas: "Hasta que la muerte nos separe... dijo el cura. ¡¡menuda chorrada!! claro, como ellos no se casan... o se casan con su mano derecha."
Mientras seguía dándole forma a su plan ideó: "Darle mucha grasa animal, mollejas, chinchulines, salamín de Chucul, locro... ¡Grasa! que ya se viene el frío y con falta de calorías se bajan las defensas. También el toque diferencial con alguna especialidad alemana. ¿Qué eligió, la maquiavélica? Cosas super ligeras: brastwurt, frankfurt... ¡Ah! Y caracoles, para que muera con los cuernos puestos y se crea el dueño de la casa".
Su sentimiento de esposa buena parecería exaltarse a la hora de poner la mesa; todo en su lugar, el foiegras para untar el pan con manteca, bien amarilla, de esas de campo. “¿Cómo se mata a los gansos? ¡¡Comiendo!!”, recordaría ella... Ya estaba claro: la mesa sería el escenario del crimen. En la vida, hay mesas de recuento de votos, de juego clandestino, de mafiosos donde se comen tallarines con voz de Caruso y fondo de metralletas... Pero nunca nadie habló de un “crimen de peso” de la propia víctima... Si hubiese sido novelista de intrigas hubiese inspirado los films ‘’La bola mortis’’ o ‘’La gula y la bestia’’.
Era un primor verle poner los postres: dulce de zapallo en casquitos cubierto con crema chantilly, flan de veinte huevos y hasta una copita de anís Los 8 hermanos (que por ende tiene 16 huevos), pues ella siempre le puntualizaría, previsora, “Que la sensación de hambre es por falta de glucosa. Y además, como decía Aristóteles, el hombre es lo que come”.
No escatimaba lo más mínimo, con tal de darle de comer. Más que la estrechez económica, le interesaba el estrechamiento vascular de las coronarias del marido. La muerte, “que nunca los iba a separar”, se sentaba a la mesa todos los días con su eterna paciencia de vieja entendedora de las flaquezas del gordo, recortando noches y días, rodaja a rodaja, su vida. Y si fallaba la trama, justo en el desenlace, que puede ser... ella se recordaba a si misma: “El bisabuelo de este desgraciado vivió hasta los 105 años, era obeso también y si se cumple lo del código genético... Y si no se me muere... ¡QUÉ MIERDA! ¡Agarro una pata de jamón (como en la película Jamón, jamón) y le rompo la crisma!”.
El rencor subía hacía su garganta, como los espumarajos del puchero que cocinaba. La piel de las papas se acumulaba en estratos, igual que las incertidumbres y broncas del desamor, que también se vierten en la olla.
“Lo que engorda mata...”, solía decirse ella con displicencia estudiada, en tanto entre plato y plato espiaba la muerte masticada lentamente... “El culpable no es el asesino, sino la víctima”, se justificaba ella. Y no le mataría; sólo le separaría el cuerpo del alma, como buena cristiana. “¿Crimen? Un crimen sería acabar la Sagrada Familia de Gaudí” (que visitaron durante su luna de miel, cuando él era delgaducho). “Después de todo, va a morir de un ataque de placer, expirará en puro goce (la muerte que todos desearíamos)”. “No será un asesinato, sino un canto de esperanza a la libertad, ¡a mi libertad!, no a través de la espesura del bosque como cuando novios, sino a través de la espesura de sus arterias, no vertidas fuera de su lecho natural, para no convertirse en un “hecho de sangre”, como las morcillas. ¡Buajjjj! ¡Porcinófago asqueroso! ¡Un cerdo comiendo como un puerco!”.
Ni Sherlock ni Colombo podrían haber descubierto la genial y surrealista trama lipoproteica... pues ¿A qué sabe el colesterol? El móvil, bueno... todo asesinato lo tiene, así hay un móvil racista, el del dinero, el pasional... No lo pensó dos veces, le compró al gordo un teléfono móvil que con eso suelen matar las mafias y los terroristas en las películas.
Estos serían los factores predisponentes a la muerte súbita. Hasta le dejaba roncar, porque escuchó en la radio que eso podía provocar una parada cardiorespiratoria... La noche elegida para el factor desencadenante de la muerte, le daría mucho erotismo, lo pondría a cien, le chuparía desde la caspa hasta el dedo gordo del pie, “para que le dé un infarto...” ¡Con semejante mole encima, con aquella pantagruélica expresión marital, la mujer tendría la idea exacta de la enormidad de lo que habría comido (o cantidad de veneno que le habría hecho ingerir)!
Fundamental bloquear salidas: provocar estreñimiento con mucho queso parmesano. La grasa obraría como arena movediza o un tejido deslizante que le engulliría su propia vida, más la ayuda inevitable de la asesina silenciosa, la Hipertensión. Todo calculado... Ningún fallo hasta que falle el corazón.
En fin, el crimen perfecto. ¡Cuánto se reirá al oír decir que no existe “el crimen perfecto”! ¿Qué pariente o vecino iba a dudar de que no le hacía bien de comer al difunto? “¡Oh! ¡Qué pareja!” le diría cualquier vecina a la policía. “A él se le veía gordito, cada vez más expansivo... No sé, ¡una bomba de felicidad!”. Aunque alguna curiosa, en melosa y aniñada murmuración, pensaría: “Ya lo decía yo, como no pare este gordo, un día se morirá comiendo”. Tal vez un día le preguntaría: “¿Cómo está su esposo?”; “Haciendo la antidieta”, respondería la esposa, escondiendo la trama con ironía: "Porque... mire que es de buen diente ¿eh?, seguro que morirá en grasa de dios".
No habría veneno detectable, ni manchas de sangre, ni saliva, pelos o colillas de cigarrillos, ni cianuro en los huevos (en los de él, claro), ni arma homicida, pues, que se sepa, el colesterol y los triglicéridos nunca fueron sospechosos ante la justicia. Sí existió siempre el suicidio a través de la gula, pero aquí se trataba de un asesinato, como expresión culinaria preterintencional. Se requería mucho aplomo, pues a muchos homicidas los delató el miedo a que pudieran despertar sospechas. El certificado del forense sería escueto: “Muerto por infarto masivo de miocardio”. De hecho, estaría descartado la embolia cefálica porque era por todos conocido que tenía menguadas sus facultades mentales. Hasta sería viable la coartada de que comía por angustia oral en caso de descubrir que él no era feliz, angustia que era válvula de escape de nervios y gases espectaculares (para evitar gases letales, ella se moderaba en el suministro de garbanzos, habas y coliflor).
Cierta noche, el homo grossus la soñó sentada sobre un enorme podio, tan enorme como podría ser un hemisferio de la Tierra, hirsuta, sargentona, malévola, con una chispa siniestra en los ojos, mirándole amenazadoramente y blandiendo una gigantesca pata de jamón serrano. Tampoco un presentimiento es prueba pericial...
- ¡Está exquisito, vieja! -era común escucharle complacido.
- Sabía que te gustaría. No creo que vayas a probar en mucho tiempo algo así. Comete otro choricito, gordi, que siempre los tengo que tirar. Los chicos no los comen y menos recalentados.
- No vieja. ¡Estoy que reviento!
- ¡¡Ojalá!! Que te vuelvas anoréxico de una vez. Y que te caiga pesada la digestión, pero tan pesada que cagués 100 kilos de golpe- Pensó ella.
Se comentó que un día el marido concurrió al gastroenterólogo.
“Doctor, tengo molestias”.
“¿Qué clase de molestias?”
“¡Y, si no lo sabe usted, para eso es el médico!, ¿no?”
Y no volvió nunca más... Como mucha gente, le tenía aversión a los clínicos, que sólo saben prohibir cosas, sobre todo comida.
- Me han comentado, vieja, que la acupuntura va fenómeno para todo.
- Pero a vos te la tendrían que hacer con agujas de tejer- pensaba ella.
Se conformó el gordo pensando lo que le dijo una vez su abuelita: “Todos ya tenemos el destino marcado”... ¡Y bien marcado se lo tenía su mujer!
El gordo pronto empezó a pactar con las dificultades. Era todo un desafío atarse el cordón de los zapatos. Tuvo que comprar un amplísimo sofá con un tabique en el medio para aposentar los glúteos y poder comer en el living delante del televisor. La boca le olía más que nunca a caries con carne podrida dentro; el cepillo le provocaba intensos dolores al restregarse contra la superficie erosionada de lo que quedaba de sus dientes. A medida que más se estreñía el gordo, se le iba escurriendo la vida en cada bocado. Su vientre crecía y crecía en proporción directa al odio gordísimo de ella. A parte de gordo, se había convertido en un grosero total. Acostumbraba a amasar una miga de pan y haciéndola pasar por el surco de su papada, la impregnaba de sudor, para después tragársela. O metiéndose el dedo índice en la boca y con medio giro hacia arriba o abajo arrastraba los paquetes alimentarios de los dos maxilares... Lo iba adobando la muerte. Su faz ya tenía la expresión adormilada del gordo Troilo en el tango Responso. Lo suyo era una suerte de trance digestivo. La busarda, al gordo le invadía el tórax, aunque estuviera repantigado. Plenitud tripera que hacía honor a aquello de “De tripas, corazón”.
Todo empezó aquella tarde, cuando el dogor coincidió con una antigua compañera de la escuela primaria: - Vieja, vení. Te presento a una amiga, compañerita mía de la escuela. ¿Te acordás? Aquella que te comenté, la Josefa, que le decíamos Pepita la pistolera, esa que no le gustaban jugar a las muñecas y jugaba al fútbol con nosotros, porque decía que las nenas que les gustan las muñecas acaban de putas.
- No recuerdo bien... - Sí, esa que me dio un patadón en la espinilla, al estilo Pepe, que todavía me duele cuando cambia el tiempo. - Ah... ¡sí! ahora sí me acuerdo.
- Era brava, pero noble. Va a venir a visitarnos. Eso sí, no le des mucha bola. Está pirada, por el feminismo, el teatro independiente, los zurdos, y esas boludeces.
No sabía el gordo que abría a su mujer una compuerta a nuevas sensaciones... Y entre comida y comida y la nueva amiga, iban pasando los días. ¡Y llegó la noche elegida! Al acariciar a su marido con los dedos en telaraña se acordaba de cómo le gustaba eso a su nueva amante, que siempre le remarcaba: “Todos los hombres están de más”. Y ella pensaba: “La Pepita sí está para comérsela, en acto de amor a pequeños mordiscos. Pero a éste, ¿cómo no se lo morfaron cuando nació?”.
Cuando él se derramó encima de ella, también sintió que algo se había derramado en su interior. Quedó tieso y pálido, con un sudor frío bañándole todo el cuerpo... Se llevó la mano al pecho hasta el límite del asma. Un brillo triunfal cubrió los ojos de la mujer. Todo había acabado. Se desplomó como un fardo. Quiso abrazarla. Una ronca sibilancia desesperada precedió a la caída.
- Vieja querida, me siento mal.
- Debe ser la hernia de hiato- le comentó ella.
- Sigue, sigue. No me dejes con hambre. Cómeme toda. Devórame otra vez, como hace tantos años. - seguía ella.
La bestia gastropédica quedó inerte sobre la homicida. La quijada hundida entre sus senos, las pupilas como dos globos, rumiando un vómito postrero, restregando los dientes superiores contra la lengua, como queriendo expulsar un irritante pelo, como una gran culebra, ocupando toda su garganta, cual si ésta le hundiera la base del corazón. Pensó ella: "Ya está! Se acabó”. Era una sensación de algo que se rompe y echa fuera, o un drenaje que le aligeraba.
Pasados unos días de la muerte del gordo, una vecina enferma del frente, de ojos saltones y puro pellejo, preguntó a la reciente viuda:
- ¿Ya no viene más la señora? - preguntaba la viejita.
- ¿Qué señora?
- Esa, la de negro que venía alrededor del mediodía., sin faltar nunca. Había algo extraño en ella. No tocaba el timbre. No... no la recuerdo bien... Creo que entraba en un pestañeo. Mi perrita lloraba y se metía rápido a casa. Creo que me hacía gestos desde la puerta. Veo muy poco... Pero recuerdo que agitaba su mano como diciendo: “Te espero. Aguarda, que ya vendré a llevarte a ti también”. Me echaba un vistazo que me parecía insistente...
- Habrá sido mi tía...- decía la viuda.
- No, a doña Tota la conozco. Además, no lleva pañuelo. Hasta me parecía tenerla detrás mío. "Bíjese" usted, qué impresión más fea. Menos mal que ya no la veo más.
Después de muerto, el gordo pesaba más que nunca... A la mujer hasta le faltaba atrevimiento para ir a la carnicería. El barrio era muy apartado. La calle de tierra terminaba en el paredón del ferrocarril. El otro extremo era campo abierto. Por ende, se tenía que atravesar la plaza de densa arborización, muy mal iluminada.
Una noche la mujer sintió pasos sin precisar que la seguían, ruidos vagamente percibidos. En una esquina se balanceaba una bombilla avara de luz. ¡Sgggtttt! ¡Sgggttt!, como si alguien sesgara el cerco de hierbas del sendero. No se atrevía a girarse. Veinte, treinta metros... ¡Sgggtttt! ¡Sgggttt! El extraño ruido le seguía a una distancia de sobresalto que le helaba la sangre. Los pasos se acercaban cada vez más. Crujían insolentes los pedruscos. Sintió como si alguien le sujetara la manga de la blusa... El viento silbaba lastimero: “¡Huye! ¡Huye! ¡Huuuuuuye!...”. “Hay personas que pueden percibir colores y voces que otras no pueden experimentar”, se decía ella para tranquilizarse. Y para darse ánimos pensó en lo ignorante que era la gente que se deja llevar por esas creen...
No completó el pensamiento. Una silueta delicuescente surgió de las sombras. “¡Buenas noches, doña!”. Le volvió el alma al cuerpo. Era la voz de don Anselmo, el quiosquero, que todas las noches cerraba su puesto en la plaza y apresuraba el paso porque se le iba el ómnibus que le llevaba a su casa. Suspiró con un alivio muy hondo...
Esa misma noche cuando se metió en la cama se durmió enseguida. Empezó a soñar... A soñar con cosas que no volverán, en aquellos maravillosos años en que su marido era dulce y cada noche después de trabajar le traía flores y bombones. Se duchaba y aseaba para estar bien para ella. Le pedía un poquito de pimienta en los guisos sin levantar la voz... De golpe el escenario del sueño cambió al día de su boda. Estaban ambos cortando la tarta, cuando de repente... ¡ZAS! El apuesto y estilizado novio se convirtió en el ogro muerto en que ella lo había convertido y le clavó con suma precisión la espada de cortar la tarta, hundiéndola hasta el ventrículo izquierdo, llegando a la zona del sulcus terminalis.
La mujer nunca más despertó de ese agridulce sueño...
La conciencia no admite crímenes perfectos.