QUIMERAS Y REALIDADES
Al pueblo argentino no le vendieron un buzón: peor que eso, le vendieron un monstruo imaginario que vomita llamas y tiene cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón
EDITORIAL Isaías ABRUTZKY / Especial para Diario Córdoba Isaías ABRUTZKY / Especial para Diario Córdoba
Estamos hablando de una pieza de la mitología clásica, la quimera, que la Real Academia Española define también como aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo.
Vulnerabilidad es la palabra puesta de moda para explicar por qué los argentinos estamos mal y vamos en el camino de mal en peor. El presidente habla de tormenta, y sus ministros se refieren a situaciones tales como la suba de tasas de referencia de la Reserva Federal de los Estados Unidos, la debacle de la lira turca, la recesión de Brasil.
Con pretendido mayor nivel de análisis, los expertos en economía engloban todas esas circunstancias en la vulnerabilidad de la Argentina, y presentan a ésta como una condición estructural inamovible, íntrinseca y fatal.
No pudo decirlo en esos términos, y debio convencer a la ciudadanía de que, en su gobierno, lo bueno sería
conservado y de allí en adelante los argentinos irian a disponer del cuerno de la cabra Amaltea, que Zeuz quebró del animal que lo amamantaba, y del que quien lo poseyera podría obtener la satisfacción de todos sus deseos.
La leyenda griega de la cornucopia, el cuerno de la abundancia, aggiornada para el caso: basta de un país cerrado en si mismo. Argentina se elevaría por sobre su condición de nación olvidada y periférica, y se integraría de pleno derecho en un mundo que -ávido de comestibles- comerciaría libremente con este gran productor, brindándole a cambio de los alimentos que necesita lo más refinado de la tecnología industrial.
Ni bien hubo asumido su cargo, Mauricio Macri recibió los plácemes y elogios de los más encumbrados dirigentes mundiales. Por haber pagado lo que reclamaban los fondos de inversión extranjeros poseedores de los bonos caídos en default en 2001 remanentes, las puertas del crédito se abrieron para el gobierno argentino, que no vaciló en recoger a cuatro manos las divisas ofrecidas, pese a que las tasas de interés que se demandaban eran estratosféricas bajo cualquier comparación.
Vale recordar que en esos momentos, debido a las derivaciones de la crisis desatada por la explosión de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y Europa (la triste historia de las hipotecas sub-prime) el ínterés vigente en el centro del mundo era prácticamente cero.
Macri quiso poner a la Argentina en el podio de un esquema de comercio internacional sin restricciones, y libertad de las empresas para incorporar -y despedir- trabajadores, sin la tutela del gobierno o los sindicatos, dejando solamente a la ley de la oferta y la demanda el establecimiento de los salarios y las condiciones laborales.
Iríamos a prosperar como lo hicieron Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán (pocos se ocuparon en averiguar como la pasan los trabajadores de esos llamados tigres asiáticos). Los argentinos derrotaríamos la inflación, y terminaríamos con el monstruo del déficit fiscal, el cáncer de la economía. El agro estaría en condiciones de desarrollar todo su potencial, y el país superaría las añoradas épocas en que se lo calificaba como el granero del mundo para convertirse en el supermercado del planeta.
Los ricos llegarían a nuestras playas ávidos de invertir en un país que le estaba ofreciendo todas las oportunidades para que aporten a su desarrollo, obteniendo a cambio sus justas ganancias. El Estado sería eficiente y pequeño, para garantizar la estabilidad. Con todo eso, y poco más, se alcanzaría la soñada pobreza cero.
Esa concepción tiene semejanza con la de una persona que se imagina que, saliendo desnuda a la calle en julio, habrá de adelantar la llegada del verano. Y la realidad no tardó en hacer valer su contudencia.
A casi tres años de iniciado el ciclo, el crédito internacional se acabó, y el Estado argentino, a cambio de un puñado de dólares -que siendo una suma incalculable para un individuo es tan poco que el mercado puede absorberlo y llevárselo al exterior, o al colchon, en apenas uno o dos meses- cedió la soberanía económica a una entidad de triste historia entre nosotros. Un Fondo Monetario Internacional a quien la Argentina -en tiempos de Néstor Kirchner- le pagó su deuda y a cuyos funcionarios controlantes mandó a empacar sus valijas y hacer mutis por Ezeiza.
Un Fondo que impone un programa de hambre y miseria como el que está devastando Grecia, y que Argentina aceptó de apuro sabiendo que era imposible de cumplir. Tanto así que a semanas de su aceptación hubo que enviar al vicepresidente del Banco Central, Cañonero, a pedir perdón, explicar que se nos mojó la pólvora y suplicar que sigan enviando las remesas que nos salvan -temporariamente apenas- del abismo.