SALVADOR MASTROSIMONE
Salvador Mastrosimone tenía la misma planilla técnica que Ricardo Bochini o Andrés Iniesta. No se distinguió por la velocidad para correr, pero sí llegaba antes.
¿RECUERDAN A ...? Omar EDENNo se demoró en el estilista. En esa época, los peinados más raros y las melenas más rebeldes, se controlaban con un gorrito improvisado con alguna media rota de la vieja. La lycra hacía competencia desleal con las peluquerías y ofrecía garantía de satisfacción.
Tampoco es que demoró aplicándose otro tatuaje. No, señor. “Chiribín” no quería ir. Simple. No fue porque no quería ir. Cuando se hizo la hora y no apareció por el aeropuerto, los dirigentes de Instituto comprendieron rápidamente la situación: si no salían a buscarlo, la transferencia al fútbol de Colombia podría frustrarse.
Que había que rastrearlo, no había dudas. El asunto era ¿por dónde empezar? Primero, tacharon de la lista las explicaciones iniciales: imposible que se hubiera perdido o que no recordara la formalidad de la cita.
Entonces, en la angustia y desesperación porque el avión no los iba a esperar, se armó el operativo rastrillo.
¿Dónde podía estar? A Salvador Mastrosimone lo encontraron con relativa rapidez, yendo a las fuentes. No la de las plazas, sino de la felicidad. Para un muchacho como “Mastro”, la felicidad no era andar presumiendo por ahí, sino algo más primario, más genuino, más puro y más lógico.
Como era de suponer, estaba empachándose con el mágico perfume de un potrero…. Ahí, donde su destreza e inteligencia al servicio del fútbol lo situaban arriba de todos en la cadena evolutiva, “Chiribín” estaba feliz. Y ahí se quedó.
La historia dice que el avión se fue y en Instituto debieron trabajar mucho para convencerlo para que fuera “más profesional”. Poco después, el viaje se hizo y Mastrosimone, con origen en el Huracán cordobés y fabricante de sueños, llevó sus duendes al Cristal Caldas.
A la distancia y ajenos a la sensación térmica que vivió “Mastro” en ese recorte de su existencia, los intérpretes de la vida ajena nunca llegan a comprender cómo alguien prefiere quedarse en una canchita del barrio en vez de ir a ganar montañas de dólares. ¿Cómo es posible que estar con un grupo de borrachines o jugar por guita, sea mejor que una cancha con lindo césped y ponerse unos Adidas?
Cualquier parecido con otros jugadores, con idéntica composición de imagen, no es mera casualidad: “Mastro”, como René Houseman, el Trinche Carlovich, el Manolo Silva, el Araña y vaya a saber cuántos más, no estuvieron para ser analizados, sino disfrutados. Con sus vicios ocultos y todo, no resisten una terapia porque los terapeutas no entienden que no es antiético mentir en una gambeta.
A su manera, con sus tiempos y sus pausas, Salvador Mastrosimone dejó en claro que quería ser feliz y para lograrlo, nada mejor que desacomodar al entorno. Esperar lo inesperado. Hacer lo inesperado. Como aquel amague que generó el espacio que le permitió entrar al área, un día decidió que no quería ir a Colombia.
Nunca le tuvo miedo a los patadones, ni a los grandotes que no podían agarrarlo ni para fajarlo. A “Mastro” no le tamblaban las rodillas en una cancha llena, o en una final, o que le dijeran que en la platea había unos señores muy finos, con saco y corbata, que querían verlo jugar. Lo desencantaban el camino carente de sorpresa, el gris de la vida sin imaginación, la presión de una tribuna llena de amigos que le exigía que los hiciera felices. La responsabilidad de poner en funcionamiento a los demás…. Eso.
Adentro de la cancha, Mastrosimone nunca se escondió. Su editorial frecuente era pedir la pelota para hacerse cargo de las decisiones y bancarse las imperfecciones. El potrero le había dado una guapeza única. Pero la pilcha entró a quedarle incómoda cuando el fútbol profesional le reclamó distancia de sus bases y más apego a los rigores y formalismos.
Concibió la felicidad abrazado al fútbol sin pudores, con el amor intenso que todo lo ofrece y no espera nada a cambio.
Entonces, ese domingo decidió que prefería ir con los vagos, al campeonato con asado seguro. Necesitaba sentirse él, que estaba en el lugar donde quería estar. Sentir, otra vez, que no debía rendirle examen a nadie, porque no era cuestión de hacer lo que los otros querían, sino lo que su propio espíritu le indicaba.
Salvador Mastrosimone tenía la misma planilla técnica que Ricardo Bochini o Andrés Iniesta. No se distinguió por la velocidad para correr, pero sí llegaba antes. Nadie habló jamás de su fuerza para trabar la pelota, porque para trabar con él primero había que ganarle la posición o cerrarle los caminos. Flacucho y de patitas delgadas, “Mastro” hacía fácil lo simple. Le abrió la cabeza a muchos futboleros de los setenta y parte de los ochenta, con cada jugada resuelta desde la belleza de lo simple. ¿Pase al hombre o pase al espacio? ¿Correr más o correr mejor? ¿Gambetear a todos o nutrirse de la triangulación?.
Salvador Mastrosimone fue un héroe, un mito, un crack, al que jamás le importó si la cancha era de tierra o si afuera había apenas 20 guasos. Concibió la felicidad abrazado al fútbol sin pudores, con el amor intenso que todo lo ofrece y no espera nada a cambio. Eligió completar el círculo de su vida lejos de las luces y la fama, sencillamente porque no era para él. Al fin y al cabo, “Mastro” sólo quería jugar al fútbol.
Fuente: La Nueva Mañana, sobre una nota del Periodista Eduardo Eschoyez
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