El último reportaje que 3 días antes de su partida Daniel Willington le concedió a un medio periodístico

DEPORTES Rodolfo Chisleanschi *
daniel-willington-con-angel-labruna-que-lo-CZOI7JVOENCYLAYX3CBJH77XPQ

 A los 83 años, murió Daniel Willington, decía la información, sin aportar más detalles ni aclarar la causa. Un escalofrío recorrió el espinazo de la redacción de LA NACION. Apenas habían transcurrido 72 horas de una conversación rica en anécdotas, historias y recuerdos que abarcaron casi una vida entera. Apenas habían pasado 48 de haberse jugado un Vélez-Talleres, los dos clubes que marcaron la trayectoria de un futbolista diferente; las dos camisetas que tiñeron para siempre de azul y blanco el corazón de un personaje singular, de un tipo sensible, amante del tango, la noche y la buena vida.

A continuación, la entrevista que Willington le concedió a LA NACION tres días antes de su fallecimiento.

La mañana del viernes 31 de octubre, la voz de “el Daniel”, como lo llamaba toda una provincia que lo había adoptado como hijo pródigo aunque hubiese nacido en Santa Fe, sonaba risueña y jovial en el teléfono. El resultado de la charla estaba previsto que se publicase una semana después, como parte de la serie que desde hace varios meses recupera las vivencias de jugadores que engrandecieron el fútbol argentino. Cracks idolatrados por los hinchas que tuvieron la fortuna de verlos sobre el césped, y cuyas hazañas y glorias son recibidas como un legado por las siguientes generaciones, encargadas a su vez de transmitirlas para que permanezcan eternas. El destino, siempre imprevisible, quiso que la conversación se convirtiera en un homenaje póstumo; en un último mano a mano con “El Famoso Cordobés”, el apodo que le obsequió la hinchada de El Fortín; en una despedida amarga desde un teclado triste.

La elaboración de una entrevista, sobre todo si es larga, profunda y abarca temas e historias múltiples, exige varios pasos. El primero, volcar por escrito todo lo conversado, ayuda a realizar una destilación inicial para ordenar la memoria. Pero a veces un hecho conmovedor, de esos que son capaces de sacudir las emociones del autor y alterar su ánimo, sirve también para detectar pistas que solo pueden leerse “con el diario del lunes”.

“Estoy vivo, pero ya a esta edad vienen todas las nanas y hay que aceptarlas”, fue la primera respuesta de Willington al casi trivial “¿Qué tal? ¿Cómo le va?”, antes de contar que lo habían operado de una arritmia cardíaca poco tiempo atrás, y aclarar que: “Ahora estoy bien. Hago la vida de una persona jubilada: me levanto tarde, voy a comprar la comida, vuelvo, mi señora me hace el almuerzo y después voy a ver a mis amigos que juegan a las cartas. Lo hacen por plata, ¿viste?, así que yo miro nomás, no estoy como para jugar con ellos”, para soltar el “je” final que repetiría espontáneo después de alguna ocurrencia, sugiriendo una mueca sonriente en su rostro.

Los temas de salud, propios y ajenos, pasados y más o menos presentes, volvieron a aparecer una y otra vez durante la hora y media de conversación, como si el tema estuviese rondando su pensamiento sin que fuera del todo consciente. “Veo sobre todo fútbol de afuera, porque acá no hay nada para ver. A veces miro a Vélez, a Talleres no porque me hace mal”, señaló en un momento. “Yo dejé de dirigir porque un día el médico me dijo que una de dos: o me ocupaba de mi salud o seguía trabajando como técnico. Entonces dije basta”, dejó caer un rato más tarde, al rememorar su relativa corta experiencia como entrenador en Liniers y en la “T”. Y fue todavía más concreto en el recuerdo de Miguel Ángel Russo: “Muchos amigos ya tienen una buena posición y siguen dirigiendo en lugar de pensar en su salud. Lo hemos hablado muchas veces con Miguel, que era uno de ellos. Yo pensaba que antes de estar en la cancha podría haber estado con su familia en sus últimos días, pero a lo mejor a él le hacía bien por la enfermedad que tenía. Cada caso es un mundo. A mí estar con los seres queridos siempre me sacó de encerrarme en fútbol, fútbol y más fútbol, que es algo que también te pudre”.

Incluso el viaje hacia la infancia quedó un par de veces envuelto en cuestiones sanitarias sin que mediase pregunta alguna. “¿Vos sabés que yo tuve la polio? Estuve siete meses internado en el hospital de niños. Tenía ocho años, tomé la comunión estando ahí. Empecé a caminar mal, ponía primero el talón y después la punta del pie. Mi vieja me pegaba porque creía que me estaba haciendo el loco, pero mi viejo me llevó al hospital y en cuanto me vieron se dieron cuenta de lo que me pasaba. Era como si se me hubieran acortado los tendones de las piernas. Tuvieron que operarme. Me acuerdo de que me ataron en la sala de operaciones. No existía el tipo de anestesia que hay ahora y sentí que me tiraban para estirarme el músculo o el tendón. Me quedó un tajo como de 15 o 20 centímetros en el gemelo de la pierna izquierda”.

Aunque por fortuna, el fútbol, Talleres, Vélez, los amigos y la noche acabaron por ganarle la pulseada al subconsciente y condimentar la charla con anécdotas y reflexiones imperdibles.

La sombra y los soles
-Antes que nada, quiero preguntarle por una leyenda urbana, ¿es verdad que usted siempre jugaba del lado de la sombra?

-¡Pero si en las canchas de esa época te insolabas! No había sombra casi en ninguna. En la de Vélez había dos torres, aunque lo único que hacía algo de sombra era el mástil que estaba al lado del túnel. Y en las otras era parecido. En Huracán a veces caía un poco de sombra en el arco que daba a la Quema. Pero en las otras, no. Mis mejores partidos los hice jugando contra River, Boca o Racing en sus canchas, ¿qué me van a decir que jugaba a la sombra? Además, si todavía hoy me hacen notas imaginate lo que sería si también hubiera jugado con sol.

-Después de un amistoso Vélez-Santos, Pelé dijo que usted era el mejor futbolista del mundo.

-Casualmente, mientras hablo estoy viendo las fotos que tengo en mi comedor, una con Pelé y la otra con Diego. [Junto] con Messi, ellos son los tres más grandes, cada uno a su tiempo, sin hacer diferencias. Yo no me vi jugar, porque en aquel entonces casi no había televisión, pero si me comparan con muchachos que son o fueron buenos jugadores, por algo debe ser, ¿no? En el 78, el día que inauguraron el Estadio Córdoba me invitaron a jugar los primeros 20 minutos y cuando me sacaron, el Flaco Menotti me dio la camiseta de la selección. Otra vez le preguntaron si yo podría jugar el fútbol de ahora, y el Flaco, que me quería mucho, dijo: “El Cordobés se sienta en una silla con una copa de champán y un habano en el medio de la cancha y juega”.

-¿En serio nunca se vio jugar?

-Bueno, ahora hay gente que tiene grabados algunos pasajes míos y me los manda, ahí puedo ver algo.

-¿Y qué le parece? ¿Era tanto como dicen?

-Me pone la piel de gallina, porque hacía cosas que ahora no las hacen.

-¿Se refiere a la manera de gambetear o a los golazos que metía de tiro libre o desde afuera del área?

-Al panorama de cancha, eso era mi mejor virtud. Cuando iba a recibir la pelota ya tenía dos o tres jugadas en mente. ¿Vos lo viste jugar a Pastore, el que estaba en Huracán y se fue a Francia? Ese también tenía 3 jugadas en la mente. No es que era vivo, sino que cuando iban a marcarlo ya sabía dónde estaba el compañero y ¡tac!, tocaba. Picardía criolla.

-Por lo general a usted suelen compararlo con Riquelme.

-Por el físico, la forma de correr, de jugar y por el panorama de cancha, me veía parecido a Sócrates, el brasileño. Eso ya no lo tiene nadie. Ahora agarran una pelota y la tiran para arriba. 20.000 veces la tiran para arriba y les abollan la cabeza a los defensores. Los encaran y están esperando que venga alguien para darle la pelota porque tienen miedo de hacer el ridículo, de no poder pasar a un jugador.

-Bueno, pero es que desde los años 60 hasta ahora el fútbol cambió mucho. Se juega a otra velocidad.

-Sí, cambió en velocidad y en estado atlético, pero en nada más. Porque si me hablás de fútbol y comparamos, en nuestro tiempo había jugadores más lentos, pero con más calidad. Hasta los que jugaban en la B tenían la misma categoría que los de Primera. Cuando estaba en Buenos Aires iba a ver a Nueva Chicago o a All Boys, que me quedaban cerca; y en Córdoba, a los partidos del ascenso. Siempre encontrabas 3 o 4 jugadores que daba tanto gusto verlos que después volvías todos los sábados.

El primer amor
Originaria de Guadalupe Norte, Santa Fe, la familia tuvo que dejar su reducto natal por razones médicas. Los cuatro hijos tenían problemas asmáticos y se les recomendó trasladarse a un clima más seco como el de Córdoba. Don Atilio, el padre, no vivía del fútbol, pero jugaba como número 5 en un equipo amateur llamado La Capital, y una vez que se afincó en la Docta encontró su lugar en Talleres. Fue muchas veces campeón de la liga de la provincia y una vez retirado se quedó en el club, como director técnico. Así, para “el Daniel”, el estadio del Barrio Jardín se convirtió casi en el patio de su casa.

-Yo regaba la cancha, cuidaba los “fútbol”, vendía maníes en los partidos. Pero jugar, jugaba solo en los equipos de barrio. Hasta que un día, un intendente del club le dijo a mi viejo que me llevase a una gira por el norte que se iba a hacer después de terminar el campeonato cordobés. Al principio mi papá no quería, porque creía que iban a decir que me llevaba por ser el hijo, pero aquel hombre le insistió y al final mi papá aceptó. Debuté en Catamarca, hice un par de goles y quedé en el equipo, en la reserva. Tenía 16 años, no te imaginás lo que era para mí jugar en Talleres. Por suerte, me tocó estar con grandes jugadores, como “La Wanora” Romero, un nueve que fue compañero de Tucho Méndez en Huracán; o el Tata Sánchez, que jugaba con el Gitano Juárez y el Flaco Menotti en Rosario Central. Ellos me guiaron, porque yo era un loco de la milonga, y acá con el asunto de los cuartetos y la ginebra con Coca, qué sé yo, me podía perder, ¿viste?

-¿Ginebra? ¿No había fernet?

-No, todavía no se tomaba fernet.

El salto a Buenos Aires
Al año siguiente, 1960, la “T” ganaría todos los títulos que organizaba la Liga Cordobesa y el nombre de Daniel Willington comenzó a traspasar los límites provinciales.

-Un día vino el Cabezón Sívori a buscarme a mi casa en un Mercedes-Benz blanco. Quería llevarme a la Juventus de Italia, pero mi mamá no me dejó ir, decía que era demasiado chico, ni esa vez ni otra un tiempito más tarde. También habían venido de Uruguay, de Newell’s y de Boca. En Boca nos querían a mi cuñado, [Humberto] Taborda, y a mí, que formábamos el ala izquierda de Talleres, pero al final se lo llevaron solo a él.

-¿Por qué lo descartaron a usted?

-Pidieron referencias y las mías no eran buenas. Les dijeron que me gustaba demasiado la joda. Así que la cosa quedó entre Rosario Central y Vélez. Ahí fue que Don Pepe Amalfitani vino a hablar conmigo. Victorio Spinetto me había visto en un amistoso y le había recomendado que me llevase. Don Pepe me dijo que sabía quién era yo, qué cosas hacía, pero que él confiaba en que le iba a demostrar que podía portarme bien, le prometí que lo haría y me cambió la vida.

-¿Y cumplió?

-Más o menos. Yo llegué a Buenos Aires en 1962, con 20 años, la noche me gustaba y salía. Eso sí, con nadie de mi equipo porque no quería perjudicar al club ni a mis compañeros. Por eso hice más amigos de otros equipos. Me los encontraba porque ellos hacían lo mismo que yo.

-¿Y Amalfitani qué le decía?

-Me retaba como si fuese mi viejo. Yo viví tres años en la pensión que el club tenía abajo de la tribuna, con el Indio [Jorge] Solari, con el Negro [Horacio] Ávalos, con [Reinaldo] Volken... Cuando todavía no habían construido la cancha grande, Don Pepe se ponía en la ventana de la oficina y desde ahí podía ver a qué hora salía del club y sabía si me había mandado alguna macana. Me decía: “Mocito, venga”, y me recordaba lo que le había prometido. Entonces, yo tenía que agachar la cabeza y decirle que tenía razón.

De los nocturnos de Luján al Nacional 68
Los dedos se deslizan sobre las teclas movidos por el eco de la ausencia inesperada. En las páginas de los medios de prensa se suceden los textos que despiden al ídolo que se marchó, en muchos casos aportando datos contradictorios cuando ya no cabe la opción de una llamada extra para desanudar las confusiones. El oficio obliga a apostar por las certezas narradas en esa última charla con “el Daniel”, una experiencia semejante a subir a un tren y emprender un viaje a través del túnel del tiempo. Sus historias, ya sean en Córdoba o en Villa Luro, retratan un fútbol y una sociedad que se fueron para no regresar, pintan una época muy distante de la actual, mucho más lúdica, mucho menos severa. También, desde ya, una etapa en la cual los grandes jugadores carecían de ingresos millonarios y tampoco recibían los enormes cuidados que hoy les dispensan los clubes.

-Vos ves la ropa que usan ahora los jugadores y no lo podés creer. Andá a regalar una camiseta en ese tiempo, tenías que pagarla porque rompías el equipo. Ahora se manchan con sangre y enseguida se la cambian; antes si la regalabas, no jugabas más, te tenían que marcar el número en la espalda. ¿Y los botines? Nosotros teníamos un par para todo el año. Los usábamos con lluvia, con nieve, como fuera. Lelo, el utilero de Vélez, los mantenía poniéndoles unos cueritos que tenían los clavos para adentro y te sacaban unas ampollas terribles. Pero eso sí, eran más duros y no tenían los tapones de aluminio que se clavan en el pasto, por eso había menos lesiones de ligamentos y no te destrozaban los pies cuando te pisaban.

-Lo que ocurre hoy es parte de la hiperprofesionalización, del entrenamiento que dura 24 horas los 7 días de la semana…

-Está bien, los muchachos de ahora tienen la vida hecha en un año, pero yo te pregunto, ¿son mejores de lo que éramos nosotros? Y además, no sé hasta dónde está bueno eso de vivir solo para el fútbol y para la plata. Al cuerpo también le hace falta tener una parte de diversión, de entretenimiento, de salir con tus amigos. Dedicarse a una profesión te tiene que dar también para disfrutar de esas cosas, porque la vida se va y no te das cuenta.

-En Vélez supongo que habrá empezado a ganar buen dinero.

-Al principio, no. Si estuve durmiendo tres años en la pensión de debajo de la tribuna, fue porque no tenía la plata para pagarme un alquiler. Cuando fui a Buenos Aires yo ya estaba casado y mi señora se quedó en Córdoba. Así que yo viajaba todos los domingos a la noche en micro para verla y el lunes me volvía para estar el martes a la mañana para entrenar. Además, como Don Pepe me conocía, no me daba toda la guita del sueldo, solo lo necesario y me guardaba el resto. Hasta que llegó un día y me dijo: ‘Bueno, andá a buscarte una casa’, y otro día: ‘Andá a buscarte un auto’. Recién después me dio los papeles de la cuenta del banco. Pero al principio yo ganaba más jugando los nocturnos en Luján que en Vélez.

-¿Qué era eso de los nocturnos?

-Torneos que se jugaban de noche un día de la semana, creo que los martes. Los organizaban los fotógrafos que trabajaban en la plaza de la basílica y se jugaba por mucha plata. Yo estaba en el equipo del barrio El Quinto, el de los pobres del otro lado del río. Eran dos o tres muchachos de Luján y todos los pibes de la tercera de Vélez. En otros equipos había varios jugadores de San Lorenzo, iban Mansilla, Sosa y Belén de Racing, y también de otros clubes. Nos iban a buscar en taxi y después nos llevaban de vuelta. Nosotros ganamos dos o tres campeonatos. Los dirigentes lo sabían, no eran zonzos, pero hacían como que no se enteraban y dejaban que nos la rebuscáramos para ganar unos mangos porque se daban cuenta de que pagaban poco.

-Hábleme de Vélez, de lo que significa para usted.

-Uf, estuve hace poco y la verdad, no sé qué tiene ese estadio, pero yo entro y me parece que entrara a una iglesia. Me purifico, siento que respiro algo bueno. Yo pasé mis mejores momentos en ese club, tuve a Don Pepe, la persona que me aguantó y me quiso, y que de una forma u otra me hizo bien porque nunca dejó que me fuera del club. En el 64, River le ofreció 10 millones de pesos y cuatro jugadores muy buenos para comprarme; él no quería venderme, me decía que los que iban a venir de River le pedirían mucha plata. A Vélez había llegado [Osvaldo] Zubeldía como técnico y no me ponía mucho porque tenía otra manera de ver el fútbol. Entonces Don Pepe me preguntó qué quería hacer. A mí me gustaba la idea de River, pero le dije que si me pagaba lo mismo que me iba a dar River, me quedaba. Y seguí en Vélez. Otra vez, cuando yo me había peleado con Spinetto, me fue a buscar a Córdoba para que volviese.

-¿Eso cuándo fue?

-Habrá sido en el 66. Estábamos jugando un partido [de entrenamiento] contra la reserva e íbamos perdiendo, cosa que a él no le gustaba nada. En eso vino a verme Enzo Gennoni para contarme un problema de dinero de mi hermano, que jugaba con él en Central. Me acerqué al alambrado a hablar con él y el Viejo Spinetto se enojó: “Señor Willington, o practica o se va”, me retó. A mí siempre me llamaba “Danielito”, no “señor Willington”. Así que agarré y me vine a Córdoba, estuve acá como tres meses. Incluso tuve que ponerme a laburar de carpintero porque no tenía un mango.

-¿Y cómo se solucionó?

-Un día cayó Don Pepe en casa, lo recibió mi viejo. Yo estaba en la cama, había salido a tomar unos vinos la noche anterior, mi papá le contó que volvía siempre tarde. Don Pepe le pidió que nos dejara solos, se sentó en la cama de mi hermano, enfrente de la mía, y me preguntó qué me pasaba. Le expliqué que yo a Don Victorio lo quería tanto como a él, pero que se había enojado conmigo. Me dijo: ‘Dale, andá y disculpate, ya está’. Le contesté que si me pagaba esos tres meses volvía. Aceptó y volví. Por suerte, porque después vino todo lo bueno.

 
-Claro, el campeonato del Nacional 68, ¿cómo era ese equipo?

-Se fue armando de a poco con jugadores que bajaban de los vagones de los trenes. Venían dos de Tucumán, dos de Santiago, dos de Mendoza, dos de Córdoba, todos pibes chicos. Al final quedamos Marín, que era de Villa María [Córdoba]; Ovejero, de Mendoza; Solórzano y Zóttola, de Tucumán; Gallo, de Santiago [del Estero]; Ríos, de Paraná; yo de Córdoba; más los de Buenos Aires: Atela, Luna, Wehbe y el Pichino Carone. Nos tocó desempatar con River y Racing, que tenían dos equipazos, y no hubo muchas diferencias. Racing venía de ser campeón del mundo con Maschio y Perfumo; y en River estaban Amadeo [Carrizo], Daniel Onega, Mas, el Chamaco Rodríguez. Eso sí, nosotros éramos más jóvenes, ellos ya tenían sus añitos.

-Fue la definición del célebre penal de Gallo en el partido contra River, que el árbitro Guillermo Nimo no cobró.

-Nunca quedó del todo claro si la sacó con la mano o con el pecho, y Nimo tampoco cobró el foul que le hizo el Chamaco a Marín en el gol de River. Ahora te digo, si vos analizás la época en la que yo jugaba, ¿quiénes salían campeones? River, Boca, Independiente, San Lorenzo y Racing. Después, cuando empezaron a nivelarse las cosas que podemos llamar raras, a los equipos grandes se les acabó la joda y empezaron a salir campeones Vélez, Estudiantes o Chacarita. Me entendés, ¿no?

-Lo entiendo. Estaba mirando la campaña de ese torneo y usted jugó solo la mitad de los partidos, ¿no era titular indiscutido?

-Es verdad, jugué solo nueve partidos, aunque los gané casi todos [N. de la R.: en total fueron 17, contando los dos del desempate]. Tuve algunos problemitas con Manuel Giúdice, que era el técnico. Yo me desgarré antes de ir a un partido en Tucumán, entró por mí Carlos Bianchi, que era un pibe, anduvo bien y siguió jugando, pero después hubo cosas feas que no solo eran conmigo, pero que nunca las conté y me las tengo que callar porque sería hablar de gente que ya no está.

Un carácter con pocas pulgas
Un enojo con Spinetto, una gloria de Vélez que fue quien de alguna manera le abrió las puertas del fútbol grande; otro con Giúdice, el hombre que lo llevó a conquistar su único título grande en el país; un tercero, muy conocido, con Omar Turco Wehbe antes del partido final con Racing en el consagratorio Nacional de 1968: “Yo lo había cargado con la mujer y él se lo tomó mal. Pero cuando lo estaban masajeando en el vestuario me acerqué y le dije que iba a hacer que ese día él metiera tres goles y cumplí. Le di dos pases y le dejé patear el penal del 4 a 2. Fue uno de los mejores partidos que jugué en mi vida. Y eso que siempre fui hincha de Racing”. Sucesos aislados, pero que no fueron los únicos, y hablan a las claras de un carácter fuerte, tal vez forjado a partir de las penurias infantiles, que acompañó hasta el final al Famoso Cordobés.

-Toda la vida anduve metido en líos, y aprendí que a la persona que molesta hay que aplacarla. Con una palabra o de otra forma, aunque ahora ya no pueda aplacarla de ninguna porque estoy achacado.

-¿En la cancha era igual?

-Sí, yo me defendía: si vos me pegabas tenías que esperar la vuelta. En mi época no había tarjeta amarilla, entonces en la primera que te pegaban iban a matarte para achicarte, sin importar el daño que podían hacerte. Pero yo se las devolvía. En el desempate con River, Ángel Labruna lo mandó al Chamaco Rodríguez a buscarme, me pegó y así le fue: le rompí la nariz. Tuve agarradas con todos: Basile, el Hacha Brava Navarro, Aguirre Suárez… Perfumo decía que al único que no tocaba era al cordobés porque sabía que si lo hacía después iba a recibir alguna mía.

-Usted no tuvo mucho recorrido en la selección argentina, ¿eso también fue por el carácter?

-Hubo un poco de todo. A los dos meses de estar en Buenos Aires ya me habían llamado. Jugué un amistoso contra Uruguay en la cancha de River, ganamos 2 a 0 y yo hice un gol. Estaba en el plantel para ir al Mundial del 62 en Chile, pero antes de la concentración había que ir a jugar un partido a Valparaíso y la verdad es que prefería estar en Córdoba, así que no fui. Después iba a ser titular en la Copa de las Naciones que fuimos a jugar a Brasil en el 64 y me lesioné mientras me entrenaba en una cancha al lado del Corcovado. Entró el Cordero Telch y les hizo dos goles a los brasileños. Pero en la selección era todo muy desorganizado, te llamaban tres días antes. No es como ahora.

-Por edad y por rendimiento pudo haber ido al Mundial de Inglaterra en 1966, o jugar las eliminatorias para el de México 1970.

-Para el 66 estaba en la selección que se concentró unos meses antes en el colegio Ward de Ramos Mejía. Zubeldía, que no me ponía en Vélez, me había llevado, pero lo echaron y trajeron al Toto Lorenzo, que venía de Italia y no conocía a los jugadores. El primer día yo estaba con mi bolsito esperando con el Loco Gatti en el vestuario de San Lorenzo, entra Lorenzo y me pregunta qué hacía yo ahí adentro y me dice que no podía estar. El Loco ve que me levanto para irme y le grita: “¡Es el cordobés Willington!”. Entonces me llamó, pero ya no me gustó cómo empezó todo, así que le dije un par de cosas fuertes y me fui. Y para las eliminatorias que se jugaron en el 69 directamente no quería estar. Me fui con mi familia a jugar unos amistosos con Vélez a Chaco y Formosa. ¿Sabés qué pasaba también en aquellos tiempos? Vos te lesionabas jugando para la selección, te pasabas un mes enyesado, el club no te lo quería pagar y si te quejabas, Don Pepe te decía: “Andá a la AFA, que te paguen ellos”.

Los amigos, el adiós, y siempre Córdoba
La conversación telefónica va acercándose al final a medida que las agujas del reloj se aproximan al mediodía –“Y todavía no fui a comprar la comida”, avisa el protagonista de la nota-. Pasaron la niñez, la adolescencia, el fútbol, las anécdotas más y menos conocidas. Pasó en puntas de pie la devoción por la noche, la música, el baile, el vino y la ginebra con Coca. Pasaron varios de los personajes que dejaron alguna muesca en el alma. Quedan el regreso a Talleres en 1974 y el imborrable golazo de tiro libre que decidió el título de la liga cordobesa de ese año contra Belgrano. Queda la bronca por aquella final perdida con Independiente en enero de 1978: “Yo estaba para jugar, pero Saporiti no me puso ni en el banco”. Queda una última y corta etapa en Vélez, una vez más de la mano de Spinetto; una lesión en un aductor y un año entero en un equipo de Minnesota, dando vueltas por Estados Unidos. Queda la intención frustrada de ser entrenador. Y quedan los amigos que también pueden explicar los caminos transitados por la vida, la hora del adiós a las grandes luces y el regreso al refugio del hogar y los seres más cercanos.

-Si me preguntás por las personas que sentí como amigos, puedo hablarte de los cantores de tango: Floreal Ruiz, Argentino Ledesma, el Polaco Goyeneche, Roberto Florio, Roberto Rufino, Alberto Castillo. Ellos eran grandes y como yo era joven y me gustaba el tango, me sentía bien charlando con ellos.

-¿Bonavena?

-A Ringo lo conocí la noche que peleó con Cassius Clay en el Madison Square Garden. Nos hicimos amigos. Siempre dijeron que él me compró para jugar en Huracán y no fue así. Yo llevaba un año en Veracruz, en México, tenía ganas de volver, y Ringo lo convenció al presidente Luis Seijo para que me contratara. Fue en el 72, pero casi no jugué. Me dieron siete partidos de suspensión por una expulsión y en mi puesto estaba Babington, que era del club. Al año siguiente salieron campeones.

-¿Y en el ambiente del fútbol?

-Don Pepe [Amalfitani], Don Victorio [Spinetto], mi viejo, Rattín, el Coco Basile, el Ratón Leonardi, muchos. Y en Córdoba, La Wanora Romero y el Tata Sánchez.

-¿Se acuerdan de usted en Córdoba?

-Sí, claro. Acá me junto con gente de todos los equipos, Belgrano, Instituto, Racing, aunque casi nunca con los de Talleres. El otro día en un grupo me dijeron que yo no soy de Talleres, soy de Córdoba. Y es un poco así, porque yo siento que me quieren en todos lados. Te lo puede decir cualquiera al que le preguntes por “el Daniel”.

// // //

La charla del viernes 31 de octubre con Daniel Willington fue pensada y realizada con la idea de que integrara la serie sobre figuras ilustres del fútbol argentino de otros tiempos que LA NACIÓN lleva meses publicando. 72 horas después, el destino convirtió la entrevista en un homenaje, en una despedida, en una pieza que tendrá el valor de dejar por escrito las últimas memorias de uno de los grandes de verdad. Hasta siempre, “Famoso cordobés”, y gracias por el fútbol.

*Por Rodolfo Chisleanschi para La Nación
 

Últimas noticias
Te puede interesar
Lo más visto