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Un juicio político que atenta contra el Derecho Penal Liberal

OPINIÓN 17/02/2023 Juan Sebastián Orso*
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El jueves 9 de febrero, la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados aprobó, con mayoría del Frente de Todos, que el juicio político contra los miembros de la Corte Suprema pase a la etapa probatoria. Se abrirá así un sumario para recolectar prueba y determinar si la acusación presentada por el presidente Alberto Fernández, junto a 12 gobernadores alineados a su partido, tiene o no sustento.

Se trata de un paso más dentro de un proceso hueco, rimbombante y dañino de los pilares fundamentales de la Constitución Nacional y del Poder Judicial encargado de custodiarla. La ignorancia deliberada hacia la función jurisdiccional constitucional (se denuncia un “gobierno de jueces” invocando fallos cautelares, como la exigencia de “consulta” a la Corte tras tirar por la borda la historia cortesana con proyectos mal estudiados) hace que toda pretensión del juicio sea inadmisible.

Sin embargo, se debe hacer un esfuerzo para tomarlo con seriedad y pensar sobre uno de los cargos: la acusación hacia Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti por “palmaria incomprensión del derecho normativo vigente” al dictar el fallo Muiña. Y para el primero, también por demostrar “desprecio por la sensibilidad y consciencia ciudadana” al dictar su voto disidente en el fallo Batalla.

Lo que ocurre con esta acusación es que da tantos pasos en la dirección equivocada, que sería difícil desandarla de forma clara sin empezar por el inicio, es decir, por lo más básico que cualquier profesor de Derecho Penal debería enseñar sobre la Constitución Nacional. Contrario a la acusación, el fallo Muiña, y más aún el voto en disidencia de Rosenkrantz en Batalla, no solo no son causales de mal desempeño, sino que precisamente son ejemplos de aprecio por la ciudadanía y de comprensión lisa y llana del derecho vigente.

Lamentablemente, como hoy cuesta descifrar algo tan simple como qué dice y significa el derecho vigente, y qué compromisos se le debe a la Constitución, Carlos Rosenkrantz se ha convertido en una verdadera rara avis de lo que debería ser un juez, especialmente en materia penal. Pero sin más preámbulo, corresponde dar una explicación.

El pasaje de una multitud dispersa, gobernada a su propio arbitrio, por la de un pueblo soberano, como razón de Estado, no ocurrió por accidente. Los padres fundadores decidieron guiar a los futuros habitantes del suelo argentino por medio de un programa de gobierno fundante: la Constitución Nacional, guía inter temporal para las generaciones venideras.

Este programa se inspiró en el modelo constitucional estadounidense de 1787 y se trata hasta hoy de una democracia liberal republicana. Que consiste en un programa de gobierno fundante surge de su lógica interna: el art. 31 establece que la Constitución Nacional es la ley suprema de la Nación, que las leyes y tratados deben guardar conformidad con ella y que, para reformarse, se deben reunir mayorías muy agravadas. En otras palabras, el pueblo ya no se obedece a sí mismo, sino solo a través de lo que ha decidido en la Constitución. Gobernar a través de la ley es la quintaesencia de un Estado de Derecho.

Se trata, además, de un programa de democracia liberal republicana. Para la historia del país, este hecho constituyó un enorme paso hacia el humanismo. La Constitución reconoció una cuota de dignidad mínima de Derechos y Garantías a todo habitante por el solo hecho de serlo. Trazó, además, un quiebre con el régimen anterior, que gobernado por ímpetus difusos y violentos, incorporaba ahora valores de seguridad jurídica y prosperidad.

Pero para que esta declaración de Derechos no fuese letra muerta, desdibujada por movimientos mayoritarios, los fundadores se encargaron de diseñar estructuras sólidas. Como sostuvo James Madison, los hombres no son ángeles y el valor de sus promesas depende de las estructuras para hacerlas cumplir. Así, distribuyeron el poder de tres formas: 1. garantizando amplia participación en el Poder Legislativo para la creación de las leyes; 2. previendo facultades fuertes en el Poder Ejecutivo para efectivizarlas; y 3. estableciendo garantías de independencia en el Poder Judicial para controlarlas.

De esta forma se concibió el art. 116: “Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución”. Como podrá apreciarse, no es función de los jueces perseguir su propia visión política, su credo, o si quiera la voluntad popular. Pero, ¿cómo logra este trabajo un juez?, y ¿cómo lo lograron Rosenkrantz y Rosatti en Muiña y Batalla?

Un juez logra este trabajo siendo textualista. Si esa ley es clara, entonces no hay lugar para la interpretación. Este es el motivo por el cual la Corte sostiene desde su histórico precedente Sojo de 1887 que “Por más grande que sea el interés general (…) más grande es el de que se rodee ese derecho individual de la formalidad establecida para su defensa”, como también que “la primera fuente de interpretación de la ley es su letra”.

En muchas oportunidades, esta aplicación fiel de la ley significa que muchas personas se enojarán y que el juez pueda quedarse sin amigos. Pero para un juez, ser textualista es lo que demanda nuestra Constitución: si queremos otros resultados, reformémosla, en el ínterin, respetémosla.

Carlos Rosenkrantz es un textualista, un soldado de primer orden para con la Constitución Nacional. Y en el fallo Muiña, se unieron a su frente Horacio Rosatti y Elena Highton de Nolasco. En verdad, el fallo Muiña era un caso fácil: la ley 2x1 era clara y así también su aplicación. Se trataba, además, de un caso penal, materia en la que la Constitución es especialmente celosa cuando se trata del rol que han de cumplir los jueces.

Recordémoslo brevemente. El 3 de mayo de 2017, la CSJN, por mayoría, declaró que el cómputo del 2x1 de la ley 24.390 era aplicable a delitos de lesa humanidad. Las leyes posteriores que modificaron el cómputo lo hicieron de forma más gravosa y esto es algo que prohíbe el art. 18 de nuestra Constitución: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”.

La garantía de irretroactividad de la ley penal más gravosa responde a los postulados esenciales del iluminismo penal liberal del siglo XIX. Para Von Liszt, el Código Penal es la “carta magna del delincuente”, reserva de ley y base de la división de poderes: nullum crimen nulla poena sine lege. Para Mitre y Sarmiento, tan claro era el art. 18 que durante la convención constituyente de 1858, se preguntaban que más tenían que explicar.

La importancia de este principio también fue notada por Tejedor, redactor del primer proyecto de Código Penal inspirado por Feuerbarch. Su art. 7, como el art. 2 actualmente vigente, exigía aplicar “siempre” la ley más benigna, detallando que su incorporación “No es, pues, una especie de favor (…) sino un estricto principio de justicia”.

Por otro lado, la ley 24.390 no era ni un indulto (propio de una atribución presidencial), ni una amnistía (decidida por el Congreso), ni una conmutación de pena (facultad presidencial decidida en un caso concreto). Tampoco impedía el castigo y la persecución de los responsables por sus aberrantes delitos. Muy por el contrario, la ley del 2x1 respondía a las observaciones de la CIDH por las extensas prisiones preventivas.

Pero la brújula del Derecho Penal Constitucional se perdió todavía más cuando, en nombre de los Derechos Humanos, una gran marcha de personas se reunió afuera de la Corte y del Congreso solicitando su reversión. Un año después de Muiña, la Corte convalidaba la ley 27.362, sin forma de ley penal, posterior y más gravosa y Carlos Rosenkrantz votaba coherentemente por su inconstitucionalidad en soledad.

Invocar los Derechos Humanos para avalar el fallo Batalla es más que contradictorio. Ello porque no solo la CADH, como el PIDCP, incorporados con jerarquía supralegal en nuestro art. 75 inc. 22, consagran expresamente la garantía de irretroactividad de la ley penal más gravosa, sino porque el fallo mismo podría motivar responsabilidad internacional. El garantismo que hizo del Juicio a las Juntas un ejemplo mundial, parecería así volver sobre sus pasos.

También es extraño que el pedido de juicio político refiera que la ley 27.362 “declaró expresamente inaplicable” el 2x1 y que Rosenkrantz votó “ajeno a la realidad social”. De estas acusaciones no solo surge que la vieja ley del 2x1 no prohíba su aplicación a delitos de lesa humanidad, sino que condena a Rosenkrantz por hacer exactamente lo que la Constitución lo obliga a ser: independiente.

Muy por el contrario a lo que los impulsores de este juicio pretenden, el populacherismo, es decir, una visión del pueblo homogénea, signada por la ilegalidad inherente y el activismo judicial, son algunos de los rasgos de los regímenes que se apartan de un Estado de Derecho. De progresar entonces este juicio, se tratará de uno de los intentos más vergonzantes en la historia del país para socavar la independencia del máximo tribunal y una pésima lección de Derecho Penal Liberal, condenando a Rosenkrantz por ceñirse al texto constitucional.

 

 

* Para www.infobae.com

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