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La festichola en Olivos, el robo de vacunas y el final abierto de la República

OPINIÓN 11/01/2022 Marcelo Birmajer*
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En un pequeño libro, que es en rigor una medianamente larga entrevista, titulado Kissinger on Kissinger, el casi centenario estadista parece concluir, respondiendo a sus interlocutores, en que el arte de la política consiste en encontrar un refugio de optimización entre lo justo y lo posible. Entre aquello que consideramos nuestros principios, y la incierta posibilidad de aplicarlos, limitados por nuestras propias incapacidades, por el comportamiento ajeno y por las circunstancias. 

En algo tan sencillo como el entretenimiento, optamos por la película menos mala: sabemos que no nos convence, que es trillada, con lugares comunes y personajes estratificados, pero no hay nada mejor para ver. Las demás son aún peores. Al prestar nuestra atención como espectadores a un producto que está por debajo de nuestras expectativas, de algún modo alentamos a su repetición, rindiéndonos a una propuesta, quizás valorada por muchos otros, pero no por nosotros. Y, sin embargo, repito, preferimos esa insatisfacción a la nada. Es un ejemplo inocuo en el que nuestros principios son vulnerados por nuestras necesidades inmediatas.

En la política electoral esta encrucijada tiene una aplicación remanida en la opción por el candidato menos malo. Aun cuando exista un candidato de mi preferencia, votaré a aquel que aleje las pesadillas, más que al que proponga un sueño de improbable cumplimiento. Pero desde marzo del 2020, en Argentina, cuando comenzaron a aplicarse las draconianas restricciones a la circulación, al trabajo, al esparcimiento y muy especialmente, cuando el gobierno de Alberto Fernández aplicó el plan nefasto de interrupción completa y por tiempo indeterminado -más de un año lectivo- de educación presencial (en la mayoría de los hogares argentinos, la única efectiva), nuestra percepción de una existencia en sociedad que se rige por la premisa de vivir entre lo justo y lo posible sufrió un sacudón irremediable.

Ya no se trataba de un gobierno que prometió reactivar la economía y la hundió hasta lo indecible, ni que propuso distribuir la riqueza y apañó a corruptos y exhibió jubilaciones millonarias para la vicepresidenta, mientras castigó a los escalones previsionales más bajos; sino que inauguró formas inimaginables de ruptura del contrato social. Comenzaron por el robo de vacunas, despojo al que el Presidente definió como un “no delito”, ya que, explicó, el colarse en la fila para sustraerle la vacuna a quien le tocaba por necesidad y por turno no estaba tipificado como tal, mientras insultaba a quienes pretendían visitar a su padre moribundo.

O encarcelaba a personas por haber ido a comprar una vitualla, o amenazaba con confiscar automóviles a quienes precisaran utilizarlos por motivos ineludibles. Esa clase de comportamiento faraónico, por parte de un presidente, hacia los ciudadanos que lo eligieron y a los que no, en contraste con el descubrimiento de que en la intimidad no cumplía con ninguna de las insólitas reglas que nos imponía despiadadamente, y no solo no las cumplía, sino que las transgredía con alevosía, en compañía, festivamente, gozosamente, hubiera ameritado, en muchos otros escenarios históricos y geográficos, una renuncia a su cargo. No sucedió.

Y los ciudadanos, defraudados, esquilmados, arruinados, perdidos los empleos y la educación, no obstante, nos atuvimos a la norma de convivencia en la que nos encauzamos desde el año 1983: resolver este dislate brutal dentro del marco institucional. Pero nunca como en estos dos años se tensó la cuerda entre una dirigencia electa que asestó medidas irracionales y autoritarias contra una población desconcertada, y más del cincuenta por ciento de los argentinos, en disidencia expresa con este poder desfachatado, eligiendo de todos modos la paciencia de modificar el desastre por medio de los mecanismos constitucionales.

De todas las veces que se puso a prueba la democracia argentina desde 1983 ésta ha sido, por la duración y el padecimiento, una de las más memorables. Las astracanadas de Rico y Seineldín nos conmocionaron: pero confiábamos en el liderazgo electo y la resolución fue razonablemente exitosa (entre lo justo y lo posible); el 2001, del cual en estos días se cumplieron 20 años, tuvo un epicentro temporal de caos, y luego recomenzó un calmo ascenso compartido.

Pero este bienio con un procurador del Tesoro de la Nación, Carlos Zannini, robando vacunas con la complicidad presidencial, mientras morían decenas de miles de argentinos por falta de acceso a esas mismas vacunas, y el Presidente festejando en la residencia de Olivos, indiferente a un pueblo de duelo, no es fácil de clasificar en nuestro descalabrado calendario político. Máximo Kirchner pronunció un discurso en el Congreso de la Nación acusando a los legisladores que intentaban comprar vacunas, desesperadamente necesarias, de “ceder a los caprichos de los laboratorios extranjeros”. La diputada oficialista Cecilia Moreau y el sanitarista oficial Jorge Rachid clamaron contra la compra de vacunas Pfizer, en una defensa delirante de nuestra “soberanía” (que, a diferencia de la vida de nuestros compatriotas, no estaba en riesgo).

Iniciamos estas reflexiones con una referencia a la ficción, editemos la vida real como si lo fuera: supongamos que el elegido por Cristina Fernández de Kirchner para fungir como presidente no hubiera sido Alberto Fernández sino José López, el ex secretario nacional de Obras Públicas de los Kirchner. Era mucho más relevante que el actual presidente y se mantuvo fiel a la actual vicepresidenta (a diferencia del actual presidente, que la vituperó como nadie).

Avancemos entonces en la ficción política de José López Presidente antes de que se descubriera el affaire de los bolsos y la metralleta (tan cercanos a la ficción). Con el siguiente remate: sobre fines de las restricciones por la pandemia, a mediados de este año que termina, se filtran los videos con los 9 millones dólares en el umbral del falso convento. ¿Cuál sería desde ese instante la relación de la ciudadanía con el presidente? José López no solo traspasó el umbral de un convento: también el de nuestra tolerancia a la corrupción. El voto mayoritario del electorado por la fórmula de los Fernández en 2019 fue un simbólico indulto a López (no casualmente la fórmula ganadora acompañó, en los 90, a Menem presidente: ejecutor de los indultos a los ex comandantes y los Montoneros, en 1989 y 1990).

Pero la derrota de medio término del oficialismo quizás haya sido, desde un punto de vista optimista, la revocación de ese indulto, penalizando la festichola de Olivos y el robo de vacunas. La sociedad no puede deshacer el simbólico indulto a López: pero puede determinarse un nuevo destino. ¿Qué hubiéramos hecho de haber descubierto, después de haberlo votado para presidente, que López traficaba bolsos con millones de dólares ilícitos, armado con metralleta? ¿Qué haremos ahora que descubrimos, luego de haberlo votado, que Alberto Fernández encerró a un país, mientras se celebraba a sí mismo con transgresiones por las cuales, según él mismo, se decidía la vida o la muerte de las personas? Ese es el final abierto de la República. El estrecho sendero que solo nosotros podemos fabricar, entre lo justo y lo posible.

 

 

* Para Clarín

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