Trump, Abascal, Milei: ¿hermanos, primos o cuñados?

POLÍTICA Ignacio Foncillas*
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Alt-Right: difíciles compañeros de viaje
En el convulso mundo de lo que se ha dado en llamar la derecha alternativa —o ultraderecha en Europa— coexisten modelos muy distintos entre sí. Ciertamente, todos comparten puntos en común: el rechazo a las élites y sus agendas globalistas, la defensa acérrima de sentimientos nacionalistas y culturales (a veces étnicos), la oposición a la agenda woke, y la propuesta de soluciones heterodoxas frente a problemas sociales y económicos reales que el consenso socialcristiano-demócrata imperante no ha sabido, podido o querido resolver.

Sin embargo, más allá de estos puntos de encuentro, las soluciones propuestas por los distintos miembros de este supuesto movimiento no pueden ser más dispares. En el eje económico, las propuestas van desde el libertarismo radical de Milei hasta el estatismo intervencionista de Le Pen. En el plano político, las diferencias son aún más marcadas.

El aristopopulismo de Deneen vs. el liberalismo de Locke
Existe un ala que aboga por un colectivismo casi religioso, siguiendo las ideas del profesor Patrick Deneen (Notre Dame), amparado en una tradición cristiana que busca imponer desde arriba una nueva normativa social que nos devuelva a aquellos mejores tiempos, cuando las antiguas élites (conservadoras) dirigían a la masa priorizando el bien común sobre los derechos individuales. Esta visión está representada en EE. UU. por el vicepresidente Vance.

Deneen argumenta que el liberalismo ha fracasado por su énfasis en el individualismo, que, según él, ha erosionado las comunidades y los valores tradicionales. Su solución, el aristopopulismo, propone que una élite conservadora —los aristoi— guíe a las masas culturalmente afines, utilizando el poder estatal para imponer un «bien común» basado en una visión social específica, inspirada, según ellos, en principios católicos. Aunque su visión resuena con el conservadurismo cultural de Trump, Vox o la extrema derecha europea, su colectivismo amenaza con socavar la libertad, derivar en autoritarismo y repetir los errores estatistas de los años 30.

El enfoque de Vance no solo contradice la tradición liberal clásica, sino que también malinterpreta la dignidad humana al subordinarla a un bien colectivo impuesto. Su colectivismo, aunque envuelto en valores tradicionales, corre el riesgo de repetir los errores del fascismo y el socialismo estatal: imponer visiones colectivas sacrificando la libertad individual.

En contraste, el libertarismo de Javier Milei en Argentina y los innovadores tecnológicos (tech bros) cercanos a Trump —como Elon Musk, Vivek Ramaswamy y Peter Thiel— ofrecen un camino dinámico basado en mercados libres, innovación y empoderamiento individual. Milei, presidente desde 2023, ha transformado el país con un libertarismo arraigado en Hayek y la Escuela Austriaca. Sus reformas radicales —eliminación de subsidios, desregulación de mercados, reducción de ministerios— han enfrentado con éxito la crisis económica crónica. En 2022, la inflación alcanzó el 140 %, pero en 2024, tras sus medidas, se redujo al 50 %, un logro notable.

Este éxito refleja el principio hayekiano del «orden espontáneo», donde los mercados coordinan eficientemente las acciones humanas sin planificación central. Hayek advirtió que la intervención estatal distorsiona este orden, conduciendo a la ineficiencia y la tiranía. Milei ha evitado ese riesgo con un enfoque de mínima intervención. Junto a su agenda económica, defiende posturas conservadoras desde una perspectiva libertaria, que enfrenta tanto a las élites como al Estado.

En EE. UU., los libertarios del entorno Trump —Musk, Ramaswamy y Thiel— representan una fuerza similar. Encarnan el optimismo tecnológico del libertarismo. Promueven innovación sin trabas regulatorias, impulsando mercados libres de injerencias ideológicas. Estos tech bros atraen a una base joven y dinámica, que ve en la tecnología y la libertad económica el futuro del conservadurismo, frente al tradicionalismo regresivo de Vance. Son, en cierto modo, los John Galt de nuestro tiempo.

Todo ello sintoniza, casi a la perfección, con una defensa a ultranza de la agencia individual y los derechos lockeanos —vida, libertad, propiedad— que, en su cosmovisión, son la base de la prosperidad occidental. Tanto Hayek como von Mises, sus referentes ideológicos, demostraron que las economías planificadas colapsan sin las señales de precios que solo los mercados libres pueden ofrecer. Ellos extrapolan estos principios económicos a su concepción de la sociedad y de la polis. Afortunadamente para ellos, su visión es compartida por el texto de la constitución norteamericana, así como la mayoría de las etapas políticas del país. Con la salvedad de la primera etapa presidencial de FDR, donde los tonos autócratas chocaron frontalmente con la constitución, y sobre todo con la corte suprema, y la última etapa de las administraciones demócratas, empezando por Obama y acabando en Biden, la primacía de los derechos individuales ha sido el faro constante de la experiencia americana. Han sido precisamente los excesos colectivistas e intentos de ingeniería social de los demócratas los que permitieron a Trump 2.0 forjar una alianza de intereses dispares que le alzaron, contra todo pronostico, de nuevo a la presidencia.

¿Choque de trenes?
Estos dos trenes han coexistido hasta ahora, en parte porque han compartido el deseo de demoler el castillo construido desde los años 60 por las élites económicas y académicas de Occidente, especialmente de EE. UU., con sus sesgos zurdos y su poderoso estado administrativo. Pero sus intenciones son distintas. Los tech bros creen que las políticas de inclusión y acción afirmativa, así como la sobreregulación del mercado, destruyen la eficiencia del mercado. Los ultraconservadores creen que destruyen la esencia misma de la sociedad americana.

No parece que esta coexistencia pueda durar mucho más. La guerra arancelaria y la premura de la administración Trump por deshacer 40 años de wokeísmo han empezado a mostrar las costuras entre dos grupos con poco en común. Musk ha llamado a Peter Navarro, arquitecto de la política arancelaria de Trump, «idiota… más tonto que un saco de ladrillos». Vance, por su parte, acusa a los tech bros de crear un mundo en el que «pedimos dinero a un granjero chino para comprarle productos fabricados por él mismo».

Más profunda que la división económica es la división ideológica. Esta gira en torno al significado de la libertad. Mientras unos consideran la libertad individual el tótem sagrado de la experiencia americana, los otros subordinan al individuo a un utilitarismo colectivo, en el que el Estado asume un rol activo para moldear la sociedad a su imagen y semejanza. En el fondo, esta cosmovisión no se diferencia mucho de las estructuras que pretende derribar, solo que con un sesgo ideológico opuesto.

Película ya vista: Vox, Orbán y Le Pen
La experiencia de Vox en España es muy similar a la batalla que se avecina en la administración Trump. Fundado en 2013 por políticos conservadores desencantados con la derecha tradicional, Vox combinó inicialmente nacionalismo católico con neoliberalismo. Pero al tener que definirse ideológicamente en votos concretos a políticas económicas y sociales, vomitó poco a poco a todos sus referentes liberales para abrazar un intervencionismo económico y social al estilo Deneen. Este giro estatista, aunque popular entre votantes rurales y obreros, puede alienar a los votantes empresariales y jóvenes. Quizá otras preocupaciones del electorado, como la inmigración o el antiwokismo, releguen este aspecto a un segundo plano. De hecho, muy cerca de nuestro país, Vox tiene ejemplos donde así ha sido.

Alén de las fronteras patrias, Viktor Orbán en Hungría y Marine Le Pen en Francia ilustran los riesgos del estatismo. Ninguno ha tenido jamás trazas de liberalismo, ni en lo económico ni en lo social. Son estatistas y autócratas ab initio. Orbán, con su «democracia iliberal», ha centralizado el poder mediante controles mediáticos y económicos, que evocan el corporativismo fascista. Su modelo atrae a votantes obreros, pero aleja a emprendedores y jóvenes. Le Pen combina proteccionismo nacionalista con discurso anti-inmigración, que conecta con las clases trabajadoras, pero su rechazo al liberalismo económico la aísla de los sectores más dinámicos. Ambos encarnan los peligros del aristopopulismo de Deneen: autoritarismo colectivista que prioriza al grupo sobre el individuo. No obstante, en ambos casos, el miedo a la inmigración descontrolada, la islamización o la pérdida de referentes culturales los ha impulsado a la pole position política en sus respectivos países. Quizá Vox piense que en España sucederá lo mismo. En el caso americano, Vance (y puede ser que Trump), se enfrenta a más de 200 años de historia, y al texto y espíritu de la constitución americana.

Libertarismo: el futuro del alt-right
¿Quién ganará la batalla por el alma de Trump 2.0? Solo el tiempo lo dirá. Pero la historia ofrece pistas. Los intentos de imponer modelos sociales o económicos desde arriba, ya sean de izquierda o de derecha, tienden a fracasar. El aristopopulismo de Deneen —representado por Vance, Orbán, Le Pen o el nuevo Vox— busca moldear la sociedad con una visión impuesta desde el Estado, sacrificando la libertad individual y generando rechazo. Aunque puede capitalizar el descontento a corto plazo, su autoritarismo y rigidez lo condenan a la inestabilidad y al conflicto.

Por el contrario, el libertarismo de Milei y los tech bros ofrece una alternativa basada en la libertad individual y el orden espontáneo. Este enfoque, inspirado en Locke, Hayek y Mises, reconoce que la prosperidad y la paz surgen cuando los individuos son libres de perseguir sus fines, siempre que respeten los derechos ajenos. Esta visión optimista y dinámica conecta mejor con los sectores innovadores y la juventud, pero sobre todo se encuadra dentro de tanto el texto como el espíritu de la constitución. Como diría una conocida política Española, la nación basada en ciudadanos libres e iguales.

Abascal, Le Pen, Orban y Milei no son hermanos, ni siquiera primos; a lo sumo, cuñados incómodos que comparten mesa por conveniencia, pero cuyos caminos divergen. La administración Trump, atrapada entre el aristopopulismo y el libertarismo, tendrá que decidir. Si opta por el colectivismo social, corre el riesgo de repetir los errores de Orbán, sacrificando la libertad por un espejismo de orden. Si abraza el libertarismo, puede consolidar un conservadurismo moderno, basado en la libertad y la innovación, capaz de enfrentar los retos del siglo XXI.

La lección de la historia es clara: los sistemas que imponen visiones colectivas desde arriba, sean woke o tradicionalistas, en el ámbito económico o a través de ingeniería social, generan conflicto y colapsan por su propia rigidez. La única forma en que los humanos hemos aprendido a convivir en paz es con sistemas que limitan la libertad individual solo cuando interfiere con la de los demás. Cualquier otra solución, por nobles que sean sus intenciones, está condenada al fracaso.

*Para El Debate

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