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Tolerancia y democracia

OPINIÓN 12/02/2023 Heretz Nivel
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La tolerancia es consustancial a la democracia. Si la democracia presupone el pluralismo de opiniones, preferencias y proyectos políticos, y además aporta un procedimiento institucionalizado y pacífico para dirimir esas diferencias en el marco de la igualdad de derechos ciudadanos, entonces la tolerancia tiene en la democracia su mejor habitat. 

 

Es cierto, sin embargo, que si bien la tolerancia es indispensable para la democracia, no cubre por sí sola el espectro de esta última. La tolerancia es una parte de la familia de valores, principios, procedimientos, instituciones y prácticas políticas que dan vida a la democracia. Así, junto a la tolerancia están, de manera destacada, la libertad, la igualdad política, la soberanía popular, el pluralismo, el diálogo, la legalidad, la justicia, la representación política, la participación, el principio de mayoría y los derechos de las minorías. La articulación de este cúmulo de principios y valores es lo que conforma el complejo sistema en el que la democracia cobra forma y operatividad.

 

La importancia y la necesidad de la tolerancia en el mundo actual se hacen evidentes cuando observamos el resurgimiento de diversas manifestaciones de intolerancia que atentan contra los derechos básicos de las personas. Por eso, hoy más que nunca se requiere que la tolerancia amplíe su presencia y norme las relaciones entre los actores políticos y sociales, sean estos gobernantes o gobernados, ciudadanos u organizaciones, grupos étnicos, religiosos o naciones. La expansión de la tolerancia es una necesidad imperiosa: sólo ella puede asegurar la convivencia social y política civilizada, y ser una garantía para evitar el retorno de experiencias autoritarias y represivas de tan doloroso recuerdo para la humanidad.

 

La tolerancia es uno de los más importantes preceptos de carácter ético y político cuya observancia garantiza la convivencia en un régimen democrático. Éste, de acurdo con Norberto Bobbio, encarna un método o conjunto de reglas de procedimiento para la constitución del gobierno y para la formación de las decisiones políticas de carácter vinculante, pero también, y por desgracia esto se olvida frecuentemente, el “valor positivo de la democracia” radica en que dicho sistema de reglas implica una serie de valores y principios entre los que se destacan, además de la tolerancia, el espíritu laico y la razón crítica. En las sociedades contemporáneas, dichos principios permiten la solución pacífica de los conflictos, la ausencia de violencia institucional y la disposición de los actores políticos para establecer acuerdos. 

 

Para abordar el problema de la tolerancia y su papel en un régimen democrático es necesario, en primer lugar, hacer referencia a sus distintos “significados”, que que muchas discusiones infructuosas se han desarrollado a partir de la ambigüedad que el concepto presenta desde su definición etimológica. En efecto, de tal enunciación es posible derivar por lo menos dos sentidos: de un lado, la tolerancia como sufrimiento, resistencia y resignación, lo que implica una “acción de sobrellevar”, y del otro, como aceptación y reconocimiento, que supone una “acción permisiva”. Así, este sustantivo puede traducirse literalmente ya sea como resignación y acción de soportar, que es la conceptualización más difusa, ya como aprobación y consentimiento.

 

A la confusión han contribuido otras definiciones que consideran la tolerancia como “una disposición de ánimo” que admite “sin mostrarse contrariado”, ideas e incluso comportamientos diversos u opuestos a los nuestros.

 

Ello acontence porque, desde sus orígenes en el campo de la religión, la tolerancia se entendió como el reconocimiento del derecho intelectual y práctico de los otros a convivir de acuerdo con un conjunto de creencias religiosas que no eran aceptadas, de ninguna manera, como propias. En su acepción contemporánea, la tolerancia ha extendido su campo de acción al respeto y la consideración de opiniones o prácticas ya no solo de carácter religioso, sino también político e ideológico.

 

El desconcierto que existe en cuanto al campo de acción de este principio puede resumirse en dos perspectivas: la normativa, en la cual la tolerancia aparece como un “discurso sobre la naturaleza de la verdad” y como un “deber moral”; y la descriptiva, en que se presenta como un “reconocimiento de la diversidad”, como un “mal menor” o “mal necesario”.

 

Entonces, la primera distinción conceptual que la tolerancia nos plantea está representada por el valor democrático de la pluralidad de puntos de vista. Concebir la tolerancia como un “valor” nos remite al problema de la “verdad” o, más concretamente, de la “relatividad de la verdad”. En esta concepción la tolerancia aparece principalmente como un discurso sobre la naturaleza de la verdad. De acuerdo con esto, en una democracia “la verdad” sólo puede ser alcanzada por la confrontación o la síntesis de diversas verdades parciales. Según algunas doctrinas que profesan aquello que Max Weber denominaba un “politeísmo de los valores”, en el régimen democrático la verdad no es ni puede ser una sola, sino que, contrariamente, tiene muchas caras. Por otro lado, como sostiene Bobbio, no vivimos en un universo en el cual algunos grupos son los únicos depositarios de la verdad, sino en un multiuniverso que se integra por una sociedad compleja de carácter plural, que algunos autores han concebido como la “sociedad abierta” prototípica de las democracias modernas. Por su parte, la “sociedad cerrada” constituye aquél “monopolio de la fe” que ha caracterizado a los diferentes totalitarismos religiosos y políticos. En este esquema, la tolerancia aparece en clara contraposición con la concepción de las verdades absolutas, en la que cada quien debe considerar como verdadera solamente su propia creencia. Consecuentemente, siendo muchas las verdades que existen en una democracia, cada una tiene un valor relativo. Dicho de otro modo, existe la posibilidad de que diversas interpretaciones convivan pacíficamente; su encuentro resulta benéfico justamente porque nadie posee la verdad absoluta. Al permitir la libre expresión de los diversos puntos de vista, la tolerancia favorece un conocimiento recíproco, es decir, un “mutuo reconocimiento” a través del cual es posible la superación de las verdades parciales y la formación de una verdad más comprensiva en el sentido de que logra establecer un acuerdo o un compromiso entre las partes.

 

Por el lado normativo es posible identificar una segunda caracterización de la tolerancia que permite concebirla como el necesario respeto que nos merece el otro, quien es considerado “diferente” justamente porque sostiene puntos de vista que no son los nuestros pero tienen igual validez. En este caso, la tolerancia aparece como “un deber moral” que permite la afirmación de la libertad interior. Así, el tolerante podría estar representado por aquella persona que sostiene: “creo firmemente en mi verdad, pero también creo que debo obedecer a un principio moral absoluto que está representado en el respeto a los demás”. Este respeto que los individuos se deben entre sí parte del reconocimiento del derecho de todo hombre a creer según los dictados de su conciencia.

 

Finalmente, la segunda definición de la tolerancia se refiere a su papel en la solución de los conflictos que surgen de la convivencia democrática. Aquí, la tolerancia aparece como un reconocimiento de la “diversidad” de los actores y por lo tanto de la “pluralidad” que puede y debe existir en una democracia. La tolerancia como método de convivencia extiende su campo de acción a los problemas que plantea la coexistencia de diferentes grupos étnicos, linguísticos o religiosos y, más en general, al problema de los llamados “diversos” o “diferentes”, ya sea por razones físicas o de identidad cultural. Acá se hace referencia a aquellas características que distinguen a determinados grupos como los minusválidos, los homosexuales, los pertenecientes a los pueblos originarios, etc., que en una democracia hacen valer su “voto diferenciado”. En efecto, estos grupos, en su calidad de ciudadanos, expresan sus diferencias a través del voto, y reclaman activamente su derecho a ser considerados como sujetos en igualdad de condiciones independientemente de sus diferencias físicas, culturales o políticas.

 

Al respecto, es posible sostener que una cosa es el problema de la tolerancia de creencias u opiniones distintas y otra el problema de la tolerancia hacia quienes son diferentes física o socialmente. La tolerancia como reconocimiento de la diversidad sitúa en un primer plano el tema del prejuicio y de la consiguiente discriminación que puede existir en una democracia.

 

Esta dimensión descriptiva del modo de funcionamiento de la tolerancia en los regímenes políticos se encuentra referida al análisis de la potencialidad de la intolerancia, ya que el prejuicio genera discriminación y exclusión y, por esa vía, intolerancia. El prejuicio no sólo limita los derechos de libertad, sino que también, lo que es más grave, puede nulificar las reglas de la convivencia democrática.

 

Sin embargo, es posible identificar otro espacio descriptivo de la tolerancia que está representado por aquella concepción que la considera como un “mal menor” o un “mal necesario”. Un tolerante podría sostener que “la verdad tiene mucho que ganar si se es capaz de soportal el error ajeno”, pues permite que las decisiones políticas sean procesadas en un ambiente de estabilidad y paz social. Concebida así, la tolerancia estaría siendo remitida al ámbito de la “razón práctica” y no implicaría de ninguna manera la renuncia a las convicciones de cada quien, sino sólo el compromiso de “revisar” y “educar” las propias opiniones de acuerdo con las cambiantes circunstancias políticas y sociales. En este sentido, la tolerancia es un concepto que se adapta y se modifica según las condiciones históricas sin perder necesariamente su sentido original. Considerar la tolerancia como un “mal necesario” parte del reconocimiento explícito de que la persecución, el hostigamiento, la coerción o cualquier otra forma de violencia, en lugar de ayudar a eliminar aquello que se considera un “error”, contribuye a reforzarlo, como frecuentemente ha demostrado la experiencia histórica. Recrudecer las diferencias sólo ha llevado a la marginación y, en casos extremos, a la eliminación del diferente. Baste pensar en la intolerancia de la Reforma calvinista del siglo XVI o en los totalitarismos que se desarrollaron durante el XX: en ambos casos el empleo de la fuerza sólo contribuyó a expandir el disenso extremo y, en no pocos casos, lo obligó a expresarse, también, por medios violentos. En consecuencia, es posible observar que la intolerancia nunca ha obtenido por la constricción los resultados que se propone, ya que los métodos de la fuerza nulifican cualquier posibilidad de solución pacífica de los conflictos.

 

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