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La importancia de la cultura y un necesario repaso por la historia

OPINIÓN 02/05/2024 Alberto Amato*
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Cuando los nazis entraron en París, detrás de las ventanas cerradas de Champs Elysees, los franceses cantaban La Marsellaise. La cultura es, desde hace mucho, símbolo de resistencia. Hitler la había emprendido contra los libros desde el principio. El 10 de mayo de 1933 cuatro meses después de su ascenso al poder, en la Opernplatz de Berlín una multitud de setenta mil personas con la quema de cerca de veinte mil ejemplares de libros considerados “enemigos del espíritu alemán”. En aquella hoguera ardían desde ejemplares de Heinrich Mann, Erich María Remarque, Heinrich Heine y decenas de autores socialistas, comunistas, pacifistas, judíos, liberales, demócratas. Todo a la hoguera. Sabemos cómo terminó aquella cruzada anticultura. Y las obras de aquellos autores que fueron a la hoguera se venden hoy en las librerías de todo el mundo.

Sin embargo, pese a esos magros resultados, cuando no desastrosos, los gobiernos autoritarios, las dictaduras flagrantes y las embozadas, siempre se la toman contra la cultura. Y contra la prensa. Pero esa es otra historia.

Siempre que estuvo en crisis, la sociedad argentina buscó refugio, consuelo, fuerzas y guía en la cultura. El matadero que pintó Esteban Echeverría era una alegoría de la época que le tocaba vivir. Sarmiento planteó el dilema entre la civilización y la barbarie, o al menos entre lo que él entendía por civilización y barbarie. Para no aburrir demasiado, el antiperonismo de los años 50 tuvo sus autores que pintaron una época que juzgaban desdichada, como pintó con pluma igual de fidelísima el peronismo de la resistencia la época que juzgó desdichada..

Aquella sociedad de mediados de los 50, la porteña al menos, que padecía casi sin notarlo los albores de la violencia política, buscó siempre amparo en la cultura. El cine de entonces es un reflejo de aquel vuelco social a una búsqueda de desahogo, de abrigo, un bálsamo ante la incertidumbre. Recuerdo que mi padre juntaba peso por peso para, una vez al mes, llevar a su familia, mujer y dos hijos, al cine Gran Rivadavia a ver lo que la cartelera quisiese. Era un sábado de fiesta que culminaba con el regreso en el tranvía 2 a los arrabales de Liniers. De hecho, creo recordar que hubo una película argentina que se llamó: “Sábado a la noche, cine” que era un espejo de aquellos años.

Me disculpo por el tono personal de estas líneas, pero creo que nada mejor que los recuerdos personales para despertar acaso la memoria de otra gente. En 1966, cuando se instaló la dictadura del general Juan Carlos Onganía, que aspiraba a un “Reich” de veinte años, la gloriosa Editorial Universitaria de Buenos Aires, (EUDEBA) de la mano de Boris Spivacov, que suponía con razón que a la editorial le iban a pasar con una aplanadora por encima, como de hecho ocurrió, editó once libros por un peso cada uno. Y los puso a la venta en los puestos de diarios, que antes no vendían libros. Eran ediciones modestas, ejemplares rectangulares, mucho más altos que anchos, bien de bolsillo. Y baratas.

Un peso en aquellos años no era mucha plata, aunque no recuerdo cuánta con exactitud. Sé que once pesos era una buena cantidad de dinero para un chico que era apenas un aprendiz en un taller gráfico. Decidí que iba a sacrificar buena parte de mi quincena en aquellos once libros porque quería tenerlos todos antes de que se vendieran por separado y me quedara sin la colección completa. Fui a un gran kiosco de la estación de Plaza Once y pedí por aquellos libros de Eudeba. “¿Cuál querés?” me preguntó el canillita. “Todos”, le dije. No me creyó. Se acercó con cara de pocos amigos y me dijo: “¿Y cómo te los vas a llevar?” Allí me di cuenta de que yo estaba a mano pelada y le contesté, avergonzado: “No sé. No lo pensé”. Al tipo le cambió la cara, se dio cuenta que iba en serio y me dijo: “¿Querés que te los envuelva? Ojo, en papel de diario…”. Y así volví a casa con mi primoroso paquetón de libros. Aparte de Eudeba, el gesto de aquel canillita fue un símbolo para mi obstinación, una mano tendida, un gran acto cultural.

Años después, en 1972, bajo la dictadura del general Alejandro Lanusse, que ya coqueteaba con un Gran Acuerdo Nacional y con el regreso al país de Juan Perón, Kive Staiff montó en el San Martín “Un enemigo del pueblo”, de Enrik Ibsen. Por si hay alguien que no conozca el argumento, la historia es la de dos hermanos, uno alcalde del pueblo marítimo, otro médico del pueblo. Llega el verano, llegan los turistas y el médico descubre que las aguas están contaminadas: hay que suspender la temporada. El hermano alcalde se niega, el hermano médico insiste. En el medio, el editor del diario local.

Era un elenco excepcional con la dirección de Roberto Durán. El alcalde era Héctor Alterio, el médico, Ernesto Bianco, el editor, Osvaldo Terranova. Además, creo recordar a Alicia Berdaxagar, Beto Gianola, Jorge Rivera López, Víctor Hugo Vieyra y a una jovencísima María del Carmen Valenzuela. Espero que sea así y la memoria no me falle; si falla, prefiero que lo haga por nombrar de más que por olvidar a alguien. El duelo actoral entre Alterio y Bianco era excepcional. En un momento, el bastón de mando del alcalde queda en manos del hermano médico y los dos protagonistas cada uno en una punta del escenario. Alterio exigía a gritos la devolución de ese símbolo de su poder y, después de burlarse un poco, Bianco se lo arrojaba. La madera cruzaba todo la enorme boca del escenario, con el público hipnotizado por la tensión del diálogo y el pas de deux actoral; Alterio lo atrapaba en el aire y Bianco, desde la otra punta le decía algo así como: “Ahí tenés tu bastón. Pero sabé que ese símbolo puede estar en manos de cualquiera de nosotros”. Vi aquella obra cuatro o cinco veces, tal vez me quedo corto; esa frase de Bianco siempre despertaba una ovación; la gente se ponía de pie, alguien pegaba algún grito reivindicador, y los actores quedaban petrificados en escena, hasta que los aplausos cesaban y todo volvía con lentitud a la acción.

En 1981, con la última dictadura militar a pleno, esa que hace aparecer a todas las otras como dictablandas, “Teatro Abierto” nació como un movimiento cultural que iba a influir en una sociedad sacudida y amedrentada. Fue un mojón cultural que se prolongó incluso hasta 1983 con el poder militar ya un poco en retirada pero todavía con capacidad de fuego: todavía caían asesinados militantes políticos, la censura clausuraba medios de prensa, obligaba a sus editores al exilio o dinamitaba las redacciones. “Teatro Abierto” abrió los escenarios a autores consagrados, a autores noveles, a elencos estelares o menos conocidos, plantó piezas que retrataban con tremendo rigor aquellos años de miedo y de silencio. “Gris de ausencia”, de Roberto Cossa, “Papá querido” de Aída Bortnik, “Decir sí”, de Griselda Gambaro, “El acompañamiento”, de Carlos Gorostiza, fueron barricadas metafóricas, y no tanto, contra el omnímodo poder militar. La resistencia de Teatro Abierto abrió la puerta a otras actividades artísticas y culturales similares en todo el país, como Danza Abierta, Música Siempre, Libro Abierto, Poesía Abierta, Tango Abierto o Folclore Abierto.

Otra historia breve. La revista “Humor” fue “secuestrada”, ese verbo usaron los censores de turno, en su edición de enero de 1983. Como la revista ya había sido distribuida, la dictadura ordenó que la Policía Federal se encargara de levantar los ejemplares de todos los kioscos de la ciudad. Me tocó ver uno de esos procedimientos en la esquina de Pueyrredón y Santa Fe: la policía metió todos los ejemplares que pudo conseguir en el baúl de un patrullero; todos menos un ejemplar que fue a parar a manos del oficial a cargo. Sentado al lado del conductor, el tipo hojeó un par de páginas, estalló en carcajadas y dio la orden de seguir adelante hacia el kiosco siguiente.

No es que la cultura le plante cara al autoritarismo, que también: siempre hay unas persianas detrás de las que se puede cantar “La Marseillaise” y es inevitable que la gente recurra a ella cuando se siente en riesgo. Pero en esencia es el idiotismo autoritario el que se estrella contra la cultura: no la comprende, no la concibe, la adjudica a un ideal que siempre juzga riesgoso, le molesta, cree que la cultura taladra cuando en verdad abre caminos, no acepta sus cuestionamientos, le teme y por eso termina por arrojarla al fuego. Se trata de actos irracionales que quedan al desnudo y cauterizados cada vez que se abre un telón, se enciende una pantalla, se canta una canción o cada vez que un chico compra un libro.

La cultura es irremediable. Pero a mucha gente inteligente le es muy difícil comprender algo tan simple.

Conviene tenerlo en cuenta en estos días, en los que la realidad argentina se ha tornado tan peligrosamente interesante.

 

 

* Para www.infobae.com

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