La amnistía pactada en España por Sánchez y Puigdemont viola el Estado de Derecho
INTERNACIONALES Félix V. LONIGRO |David PARRA GÓMEZEspaña y Argentina atraviesan, paralelamente, serios problemas de diferente índole.
La Argentina está inmersa en una atípica campaña electoral, en la que ninguno de los dos candidatos que el domingo próximo se disputarán la presidencia de la Nación satisface a la mayoría de los ciudadanos. Además es un país en el que asuela una escalofriante inflación, la pobreza golpea con fuerza a los sectores más desprotegidos, el primer mandatario está virtualmente “desaparecido”, los hechos de corrupción brotan por doquier, el cien por ciento de los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación está siendo sometido a juicio político, y así todo, el Ministro de Economía de este desdoroso gobierno ha sido el candidato que más votos ha obtenido en las pasadas elecciones del 22 de octubre y, por lo tanto, llega a la instancia de balotaje con serias posibilidades de ganar la elección.
Mientras tanto, en España, con un sistema político muy diferente al de la Argentina, hace dos meses que no se logra formar un gobierno, y el presidente Pedro Sánchez, que no ganó las elecciones generales del 23J, está negociando su investidura con un partido político secesionista (Juntos), cuyo líder, Carles Puigdemont, está prófugo de la justicia, que lo reclama para ser juzgado por presuntos hechos delictivos relacionados con el inconstitucional proceso de independencia de Cataluña. Para obtener su objetivo, el jefe de Gobierno español ha acordado una ley de amnistía en beneficio de los rebeldes, aun cuando la misma no está expresamente prevista en la Constitución del país ibérico.
Pues para entender la grave crisis constitucional y política por la que atraviesa la democracia española a raíz de esta propuesta de amnistía por parte de Pedro Sánchez, tal vez sea didáctico elaborar un breve ejercicio de imaginación, como si ello también estuviera pasando en la Argentina.
Supongamos que una determinada provincia es gobernada, desde hace dos décadas, por un partido político que, merced a un relato supremacista y desintegrador, culpa al Estado Nacional de todos sus males. Imaginemos que esa provincia modifica su propia Constitución para arrogarse competencias tributarias que la Constitución Nacional no le reconoce, y que la Corte Suprema declara inconstitucional ese accionar.
Supongamos, además, que en airada respuesta a esa decisión judicial, las autoridades provinciales inician un proceso de independencia que violenta a la Ley Suprema, convocando a la ciudadanía a una consulta popular ilegal para someter a su consideración si está de acuerdo, o no, con dicha separación, promoviendo reclamos callejeros con todo tipo de desmanes y, finalmente, declarando la independencia de la provincia en forma unilateral y malversando recursos públicos para financiar toda esa campaña contra el Estado Central.
Imaginemos que, ante esos graves hechos, el Congreso se ve obligado a disponer la intervención federal de la provincia; y que la Justicia Penal, tras un proceso público con todas las garantías, condena a las autoridades provinciales por la comisión de los delitos de sedición, malversación de fondos públicos y desobediencia. Agudicemos más aún la imaginación como para visualizar que el principal responsable, el gobernador de la provincia díscola, evita ser juzgado huyendo para refugiarse en otro país.
Supongamos también que la Argentina no tiene una forma de gobierno presidencialista -en la que los ciudadanos eligen directamente al presidente-, sino parlamentaria -en la que sólo eligen a los integrantes del Congreso-, que es el órgano que debería “investir” o designar al presidente o jefe de gobierno.
Imaginemos que el partido secesionista que gobierna a la mencionada provincia tiene también representación en el Congreso de la Nación, y que el presidente, para asegurarse el apoyo parlamentario de dicho partido, indulta a los involucrados en los hechos descriptos, promoviendo, a su vez, una reforma el Código Penal destinada a eliminar el delito de sedición y a disminuir la pena prevista para el delito de malversación.
E imaginemos finalmente, que ese mismo presidente, tras unas elecciones nacionales en las que salió segundo, y para lograr la investidura, acuerda con el gobernador prófugo, entre otras medidas, una amnistía que deja impunes a los secesionistas por sus responsabilidades penales y contables.
Pues bien, eso es exactamente lo que, a grandes rasgos, ocurre en España. Con un agravante: a diferencia de la Argentina, cuya Constitución Nacional sí reconoce expresamente la posibilidad de una amnistía (Art. 75 Inc. 20), la Constitución Española no la admite. Es cierto que no la prohíbe expresamente, pero en un Estado constitucional el Parlamento no ostenta un poder omnímodo, pues a diferencia de los ciudadanos, que pueden hacerlo todo, menos lo que el ordenamiento jurídico les prohíbe, los poderes públicos (entre ellos, el Poder Legislativo) sólo pueden ejercer las potestades que expresamente les asigna la ley superior. Además, las Cortes Constituyentes rechazaron en 1978 dos enmiendas que pretendían incluir la posibilidad de amnistía, y la Constitución sí prohíbe los indultos generales, de lo que se infiere, por pura lógica, que quien prohíbe lo menos, prohíbe lo más.
La amnistía pactada en España por Pedro Sánchez y Carles Puigdemont (el expresidente del gobierno catalán prófugo en Bélgica) viola principios fundamentales de todo Estado de Derecho: el principio de división de poderes, por cuanto, al dictarla, el legislador suplanta al Poder Judicial en su función exclusiva de juzgar; el principio de igualdad, que impide que a unos ciudadanos se les aplique la ley y a otros se les declare impunes por las conductas antijurídicas que hubieran llevado a cabo; el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, pues la simple ambición personal de poder no es justificación suficiente para una medida tan excepcional. Como si todo esto fuera poco, la proyectada amnistía también deteriora a la seguridad jurídica.
Esta amnistía, pues, supone una deslegitimación de la democracia española, y constituye un verdadero caballo de Troya que puede destruir el orden constitucional español. De ahí el enérgico y mayoritario rechazo que la misma ha provocado en el mundo jurídico y en la sociedad española.
Fuente: Infobae