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Galíndez, el campeón del coraje

DEPORTES 30/05/2023 Carlos Viacava*
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La sangre se escapaba, furiosa e incontenible, del arco superciliar derecho de ese campeón que estaba casi ciego. No podía ver por la hinchazón de un ojo que apenas podía abrirse. Estaba dolorido, agotado, vencido… ¿Vencido? No, para nada. Aun cuando hasta Roberto, su propio hermano, clamaba por la interrupción del combate, se mantuvo en pie hasta el final. Y el final lo decretó él, Víctor Emilio Galíndez, ese peleador guapo y decidido, que terminó ganándole por nocaut a Richie Kates en una de las peleas más icónicas del boxeo argentino. Ese 22 de mayo de 1976, Galíndez no solo retuvo la corona de los mediopesados de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB), sino que demostró que era el campeón del coraje.

Lo contó con su pluma lúcida y lujosa Ernesto Cherquis Bialo, uno de los periodistas que mejor cuenta y analiza este deporte. En las páginas de la siempre venerable revista El Gráfico relató, como testigo privilegiado de los hechos, los momentos más dramáticos de esa feroz pelea.

“Yo he visto mil muecas espantadas por el horror cuando su sangre comenzó a bajarle por la cara como una vertiente sin destino. Yo he visto a su hermano arrodillarse en el césped del Rand Stadium pidiéndole a Dios su piedad infinita, a otros humanos tapándose el rostro para ampararse en la ceguera, a cientos de mujeres con la boca abierta y el rostro transparente por la palidez del miedo, a sus amigos en el rincón sudando la desesperación, a los periodistas temblar buscando una explicación. Yo he visto la noche del 22 de mayo de 1976, aquí, en Johannesburgo, cómo un campeón mundial, herido, casi ciego, maltrecho y furioso cambiaba el destino de su vida por la única e invencible razón de los hombres: LA FE”. El testimonio de Cherquis conmueve. Y también define con una precisión cercana a la perfección lo que sucedió esa noche en Sudáfrica.

UN GUAPO QUE SIEMPRE IBA AL FRENTE

Dueño del cinturón de los mediopesados de la AMB desde su triunfo del 7 de diciembre 1974 sobre el estadounidense Len Hutchins en el Luna Park, Galíndez había defendido exitosamente cuatro veces su título. Una de ellas representó un hito para el pugilismo argentino: el 30 de junio del ´75 doblegó por decisión unánime a su compatriota Jorge Ahumada -un gran boxeador de la época- en el mismísimo Madison Square Garden, de Nueva York.

De origen humilde, Galíndez se encontró con el boxeo en Tigre bajo la tutela de Oscar Casanovas, quien había obtenido la medalla dorada en esa disciplina en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Muy pronto se hizo conocido su estilo de peleador agresivo, siempre atacando y exponiéndose a las réplicas de sus adversarios por culpa de una defensa que solía abrirse más allá de lo recomendable. Sus combates eran a todo o nada. Guapeza pura.

A los 19 años se colgó la presea plateada en los Juegos Panamericanos de Winnipeg, en 1967. No le fue bien en los Juegos Olímpicos de México ´68, en los que perdió en su primer combate. Doce meses después, el 10 de mayo de 1969 debutó en el profesionalismo venciendo a Ramón Ruiz por nocaut en el cuarto round. El Luna Park cobijó esa presentación en el campo rentado.

En 1972 se alzó con la corona argentina de los semipesados con un triunfo por puntos sobre Juan Aguilar. Poco después le sumó la sudamericana al derrotar a su compatriota Avenamar Peralta. Y en 1974 le ganó a Hutchins para sumarse a la galería de monarcas mundiales que en ese entonces tenía a Carlos Monzón -titular de los medianos del Consejo y la Asociación Mundial de Boxeo desde el 7 de noviembre de 1970- como gran referente. En esa época ya empezaba a apagarse la leyenda del genial Nicolino Locche, quien en el ´72 había cedido el cetro superligero de la AMB.

RINGO, SU ÍDOLO

Oscar Natalio Bonavena era el otro boxeador de mayor arraigo popular de la época. No había tenido suerte en la puja por el título del mundo de los pesados, pero había protagonizado una memorable pelea contra el genial Muhammad Ali en el Madison Square Garden. Ringo era el ídolo de Galíndez. Se parecían por su cuna humilde, pero sus personalidades eran muy diferentes. Bonavena desplegaba sus dotes histriónicas y siempre se hacía notar. Arriba y abajo del ring. Por el contrario, Galíndez se mostraba tímido, callado. No le salían bien esas excentricidades casi teatrales que caracterizaban a Ringo. Los unía, en cambio, un sincero y mutuo afecto.

Después de la derrota triunfal a manos de Ali, Bonavena mantuvo su estela de figura midiéndose con rivales calificados como Floyd Patterson, un veterano exdoble titular de los pesados que lo venció en 1972. Luego de ese traspié, solo perdió en 1974 con Ron Lyle y ganó su última pelea, en febrero del ´76 contra Billy Joiner, en Reno, Nevada, el lugar que había elegido para vivir. Una peligrosa decisión, pues se había atrevido a instalarse en los dominios del mafioso Joe Conforte, quien regenteaba prostíbulos y casinos en esa ciudad.

Cuenta Cherquis Bialo que Ringo y Galíndez se vieron por última vez en 1975. Sin embargo, el destino les tenía deparados un infausto encuentro final.

LA GLORIA Y EL DOLOR

El 22 de mayo del ´76, Galíndez, a quien apodaban El Leopardo de Morón, defendió su título contra Kates, un estadounidense que había accedido a la oportunidad de medirse con el argentino luego de una importante victoria sobre el francés Pierre Fourie en el Rand Stadium de Johannesburgo. En ese mismo escenario estuvo cara a cara con el campeón mundial.

Kates prevaleció en los primeros tramos del combate. Su prolijo estilo complicaba a un adversario que solo conocía el ataque como estrategia. En el tercer asalto, el estadounidense le aplicó un cabezazo no advertido por el árbitro sudafricano Stanley Christodoulou. Ese golpe provocó un corte en el arco superciliar derecho de Galíndez. La sangre manaba profusamente. El rostro del argentino se tenía de rojo y cada vez le costaba más ver. Apenas podía abrir los ojos.

Así y todo, Galíndez, como un toro embravecido, salió a buscar a Kates, a arrinconarlo, a definir con una mano letal que acabara con el sufrimiento que se apoderaba de él. Atacó a su rival de todas las formas posibles en el sexto capítulo, pero no pudo. Tenía la cara desfigurada y lanzaba muchos golpes al aire. Christodoulou, con su blanca camisa teñida de rojo, amagó con parar la pelea.

El estado del campeón le impedía continuar sin correr un riesgo enorme. El árbitro consultó con el médico y estuvo a punto de pedir las tarjetas, que ese momento todavía le daban cierta ventaja al estadounidense. Juan Carlos Lectoure, Tito, dueño del Luna Park y uno de los promotores de boxeo más importantes del país, apareció en escena y convenció, con una combinación exacta de astucia y oportunismo, al juez y al doctor Clive Noble de que Galíndez estaba en condiciones de pelear.

La verdad es que, como contó Cherquis Bialo en El Gráfico, el argentino estaba herido, cansado y casi ciego. Pero también era verdad que la fe lo impulsaba a no permitir que le arrebataran el título. Tuvo a Kates al borde del nocaut en el séptimo asalto, cuando al norteamericano lo salvó la campana. El trabajo en el rincón de Galíndez era salvaje. Le metían dedos en la herida abierta para llenarla de anticoagulante y vaselina. Lo escuchaban gritar que no podía ver, pero, al mismo tiempo, percibían sus alaridos pidiendo que no permitieran que se detuviera el combate.

Faltaban apenas unos segundos para la campanada final de una pelea salvaje, dramática… épica. Galíndez atacaba. Siempre atacaba Galíndez. De esa andanada frenética de golpes salió el gancho que hizo impacto en la pera de Kates y lo derribó por toda la cuenta. El campeón había retenido su corona con una exhibición maravillosa de coraje y convicción consumada con la fuerza de sus puños. Sus lágrimas de alegrías no alcanzaban a diluir la sangre que brotaba de su ceja. Era feliz, pero lo aguardaba una terrible noticia.

La contó Cherquis en El Gráfico:

“- Víctor, una mala noticia.

- ¿Qué pasó?

- Mataron a Ringo… fue anoche, de un tiro, en la puerta del Mustang Ranch, en Nevada. No sabemos más nada…

Había aguantado la aguja, el paso del hilo, la sutura. Pero eso no lo aguantó. Se puso a llorar desconsoladamente. Lectoure y el doctor (Roberto) Paladino trataron de consolarlo como se consuela a un chico tras el terror. Fue inútil. Pasó la peor noche de su vida después del más grande triunfo de su carrera”.

Solo el dolor por la pérdida de su ídolo pudo con Galíndez, el campeón del coraje.

*Para La Prensa

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