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Feminista en falta: la China Suárez es una “bruja” hermosa, ya es hora de apagar la hoguera

OPINIÓN 10/06/2022 Mercedes FUNES
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Que rompe hogares, que es una zorra, que sale con un hombre más chico. Que es “muy puta” se dijo incluso, y citando a su ex marido. De todo eso, la China Suárez se defendió poco y con altura; levantó su frente hermosa y constestó tranquila: “A los únicos que les voy a dar explicaciones será a mis hijos, el día que me pregunten”. Tiene claro que siempre se va a hablar. Pero también que no es el precio de la fama, sino de su libertad.

Y es que las mujeres conquistamos juntas espacios que hoy parece una locura que se nos negaran tantos siglos –trabajamos, estudiamos, mantenemos familias, votamos, ¡nos podemos divorciar y decidir sobre nuestros cuerpos!–, pero, si pretendemos ser libres, todavía se nos cuestiona en el prime time televisivo. Y la China es la bruja más linda de la Argentina: se la quema a ella para disciplinarnos a todas.

No tengas sexo, no te enamores, cuidale la familia a un señor que debería cuidarla solito. No tengas demasiadas parejas, y si las tenés no te muestres mucho y sé sumisa. No te separes, y si lo hacés, que no sea más de una vez, y tampoco te pongas de novia muy pronto, no importa qué haya hecho tu ex. Y de paso, tené la deferencia de no verte tan divina. Que parezca que sufrís, y si sufrís, que se note; ojo, igual tampoco te victimices, eh.

Pero sobre todo, tenés que ser la imagen de la madre abnegada. Nadie va a preguntar dónde está el padre, porque cuidar a los hijos de los dos es exclusiva responsabilidad tuya, no de él. Y si él se ocupa, qué tierno, qué suerte que tenés. Paga alimentos, agradecé. Lo lleva los sábados a jugar a la pelota y al McDonald’s, te sacaste la lotería la verdad.

La China hizo silencio sobre muchas cosas, pero hace unos días respondió desde un cansancio que es de muchas: “Con respecto a mi maternidad, las mujeres que vivimos con nuestrxs hijxs 24/7 (salvo algún día que el padre los tiene, cuando puede, por supuesto, pues viaja mucho por ‘trabajo’) hacemos lo que podemos. Y les aseguro que lo hago muy bien. Dejen de joderme porque no me callo más”.

Ahora el padre volvió de “pasar unos días de relax con su novia en una paradisíaca isla del Caribe” –cómo citaron los medios sin preguntarse quién cuidaba mientras tanto a su prole– y dice que no entiende por qué se lo cuestiona: “Yo vivo en Argentina para estar cerca de mis hijos y los amo profundamente. Soy padre hace 16 años y jamás me cuestionaron mi rol”. Y claro, es lógico que le cueste ver lo que para cualquier madre sola es obvio: el mundo siempre aplaudió apenas la presencia, porque el abandono es moneda corriente. Entonces parece que un hombre merece una cucarda por hacer lo que es básico para todas las mujeres: vivir en el mismo país que sus hijos y amarlos.

Benjamín Vicuña no entiende por qué se cuestiona su rol y a la vez es entendible que así sea. Ni siquiera es entendible para la gente que lo ve todos los días en la tira de la noche actuando de padre full time y lo conoce amoroso y comprometido más allá de sus romances del momento. Si la China es una bruja hermosa, él siempre fue un pirata honrado, y está bien que a nadie le preocupe eso –nadie debería ser juzgado por lo que hace en su intimidad o por cuánto sexo consentido tiene–, lo que está mal es que a ella no se la mida –y a las mujeres en general tampoco– con la misma vara.

Pero es que a los varones siempre les bastó con estar cuando tienen tiempo –porque el de ellos es limitado, mientras que el nuestro se supone infinitamente elástico– y ser alguna forma de autoridad en ausencia –”Cuando venga tu padre vas a ver”– o de figura a respetar cuando regresa –”No molestes a tu padre que está descansando”–. Y aunque hoy muchas parejas son distintas y las tareas tienden a repartirse, la matriz es difícil de desarmar, como vimos en la pandemia.

Las mujeres realizan el 75,7% del trabajo de cuidados no remunerado en Argentina, según el último informe de la Organización Internacional del Trabajo. Cada día, somos nosotras las que nos hacemos cargo del 67% del tiempo dedicado a tareas de cuidado no remuneradas como limpiar, ordenar la casa, cuidar a niños, niñas y personas mayores. Casi no hay varones que se ocupen de la vejez de los padres si hay una hermana que se encargue. Y todavía son pocos los hombres que entienden que las separaciones no cambian ninguna de sus responsabilidades con sus hijos: darles un techo, salud, educación, comida, ropa; pero también arroparlos en su cama, llevarlos al pediatra y al colegio, participar de los chats (que por algo son “de mamis”), ir a las reuniones escolares, revisar cuadernos, hacerles sopa en invierno y vestirlos todos los días.

Claro que el hecho de que sólo las mujeres seamos las cuestionadas –o castigadas sin más– cuando se infiere que no estamos cumpliendo con alguna de estas obligaciones, o que las delegamos para poder cumplir con otras y tener algo de tiempo para nosotras –un pecado capital, y más si en ese tiempo se nos ocurre pasarla bien o, peor, irnos a la cama con alguien– no fue sólo la idea de un varón malo, sino que como agentes de la historia que hemos sido desde siempre, también tuvimos y aún tenemos nuestra parte en esa construcción colectiva.

En La creación del patriarcado (1986), la historiadora de género austríaca Gerda Lerner dice algo en lo que creo profundamente, quizá porque me niego a verme como objeto o víctima sólo por ser mujer, quizá porque tiendo a pensar que nada puede construirse sólo con la participación de la mitad de la humanidad: “Las mujeres no están ni han estado al margen, sino en el mismo centro de la formación de la sociedad y la construcción de la civilización. Las mujeres también han cooperado con los hombres en la conservación de la memoria colectiva, que plasma el pasado en las tradiciones culturales, proporciona un vínculo entre generaciones y conecta pasado y futuro”.

Cuando Lerner se pregunta el por qué de esta complicidad histórica para mantener el sistema patriarcal que las sometía, y para transmitirlo de generación en generación a sus hijos e hijas, encuentra que los feminismos suelen negarla y el pensamiento patriarcal la asocia a nuestra preocupación biológica por la crianza y los afectos. La historiadora concluye que es irrefutable que hombres y mujeres somos biológicamente distintos, pero también que los valores basados en esa diferencia son consecuencia de la cultura. Los comportamientos sociales nunca se explican del todo por la naturaleza ni por la cultura, pero la dimensión cultural permite, al menos, plantear el cambio.

Las mujeres tardamos 2.500 años en tomar conciencia colectiva de nuestra subordinación en la sociedad. No es raro que haya sido también una mujer –y no un Raúl con el dedito levantado– quién señaló a la China Suárez como mala madre. Y no es raro tampoco que haya quienes se sientan cómodas con este estado de cosas, lo cual no sería un problema mayor si tiene que ver con los acuerdos sobre división de tareas que cada una tenga en su casa, pero sí si pretenden imponer esa convención a otras que ya estamos lo suficientemente exigidas en nuestras vidas cotidianas.

Hay algo que todavía resuena detrás de una misoginia mucho más internalizada de lo que parece: los padres lo son por vocación, pero las madres tienen la obligación de serlo. La obligación de sentirse y verse maternales y, antes –sí, también todavía–, la obligación de “realizarse” teniendo hijos sin descuidar sus otras tareas, como esa actriz a la que su ex pudo ver finalmente “realizada” porque había sido madre (y quien piense que ese señor no representaba una opinión mayoritaria, y por eso digna de tenerse en cuenta, no debe salir mucho de su microclima).

Y eso también sigue latente en los discursos habituales: no importa cuántos éxitos lleguen antes de un hijo, la mujer no será considerada realmente exitosa si antes no pasó el desafío de la fertilidad. Y, como la belleza, la maternidad debe mostrarse sin contradicciones, sin que se note cuánto corremos del jardín al trabajo y de la reunión de negocios a la de padres. Un éxito bastante mal pago, por cierto. Y penalizado en todo el mundo: las que trabajan también fuera de sus hogares ganan hasta en Suiza un 7% por ciento menos después de “realizarse” siendo madres.

Las mujeres de las generaciones activas hoy siempre estamos renunciando, porque nos hicieron creer que íbamos a poder hacerlo todo: maquillarnos, hacerle la vianda saludable a los chicos, dejarlos en el colegio, no mencionarlos demasiado en la oficina para que no piensen que somos poco productivas, y volver a tiempo para llevarlos al dentista y hacer con ellos los deberes antes de darles el beso de las buenas noches. Ese mandato es también interno. Criar hijos es placentero. Cuando tenemos parejas que acompañan la crianza a la par nuestra, o maridos que hacen dormir a nuestros hijos mientras no estamos, lo que enunciamos sin fisuras puertas afuera se nos vuelve culpa... y también envidia. Porque estamos educadas (o mal educadas, como escribe Florencia Freijó) para querer que nuestros hijos digan “mamá” cuando tienen pesadillas. Que llamen al padre y a la niñera, no sólo está mal visto por la sociedad, sino por nosotras mismas.

Los varones siguen pudiendo elegir su paternidad: cuándo, cómo y hasta dónde. En la Argentina las mujeres recién ahora tenemos derecho a decir –a veces– cuándo, y nos costó años de lucha. Y los padres siguen siendo aplaudidos porque “ayudan”. ¿Te ayuda con los chicos? ¿Cambia pañales? Esas preguntas siguen presentes incluso en los intercambios femeninos. El padre ayuda, y la mujer debe, “por instinto”.

Somos nosotras las que seguimos asumiendo solas las responsabilidades familiares, especialmente las más pobres, que acceden mucho menos o nada a la seguridad social (porque tienen peor acceso al trabajo). Y cambiar eso es uno de los desafíos más grandes que tenemos los feminismos y la sociedad entera por delante: la feminización de la pobreza y en quiénes recaen las tareas de cuidado.

Ese desafío, no tengo dudas, empieza por dejar de señalarnos, sobre todo entre nosotras mismas. Por eso, cuando apuntan contra la China –sobre todo por su manera de ejercer la maternidad–, es la libertad de todas la que está en juego. Por eso está bien que deje de callarse. Y también por eso es necesario que su hoguera sacrificial se apague de una vez.

Fuente: Infobae

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