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Cristina, Máximo Kirchner y el ADN de no hacerse cargo

OPINIÓN 11/03/2022 Fernando González*
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Es curioso, pero Cristina Kirchner jamás se hizo cargo del menemismo. Siempre trató la década en la que gobernó Carlos Menem como si hubiera sido un experimento ajeno al peronismo. Le clavó el dardo envenenado de la palabra neoliberalismo. Le cargó las culpas fundacionales del estallido del 2001. Y trató a los menemistas con un desprecio permanente, que solo interrumpió cuando alguno de ellos terminó formando parte de su gobierno. 

No importó que el asesor económico principal de ella y de Néstor Kirchner fuera Domingo Cavallo. Aquel ministro estrella de Menem. Y tampoco importó que el encargado de exponer, justificar y elogiar la privatización de YPF en el Congreso fuera el neuquino Oscar Parrilli, el de los audios insuperables de la política argentina. Nada de eso importaba porque la venta de la petrolera estatal ayudó a financiar la génesis del emprendimiento familiar en Santa Cruz. Luego vendrían los tiempos de hablar de argentinización de YPF y reivindicar al general Mosconi.

Como legisladora, como presidenta y hoy como vicepresidenta, Cristina siempre se autopercibió progresista. Y en ese formato psicológico, los arrebatos menemistas de los días pasados debían ser borrados de la biografía actual, construida sobre una Wikipedia intervenida, hilos de tuits emocionales y la memoria imperfecta de la militancia religiosa. El menemismo, entonces, era como esos pecados de juventud que debían ocultarse.

Está claro que el ADN de los Kirchner está en Máximo. El diputado que abandonó la presidencia del Frente de Todos habla parecido a cómo lo hacía su padre. Los gestos y las inflexiones de voz recuerdan a Néstor. En la política, también aprendió a cultivar el diálogo con dirigentes de todos los sectores. A chatear con jefes de Juntos por el Cambio o con empresarios a los que subestima. Sus amigos le elogian esa cintura política nestorista, y sus enemigos prefieren pensar que jamás le llegará a los talones.

En cambio, la decisión de Máximo de renunciar a la jefatura del bloque que debe defender al gobierno de Alberto Fernández tiene la genética indudable de su madre. En el complicado acuerdo con el FMI encontró el límite perfecto para su estrategia. El Fondo es Estados Unidos, es la herramienta negra del neoliberalismo, es un pedazo de menemismo contaminando al peronismo tal como él lo imagina. ¿Qué mejor entonces que apartarse de esa mancha? Por eso, eligió no hacerse cargo.

El distanciamiento de Máximo Kirchner llega en el peor momento del Presidente. Alberto Fernández acaba de ser derrotado en las elecciones legislativas, emergió sin oxígeno de una pandemia en la que no dejó barbaridad por cometer y se anticipó a la invasión rusa a Ucrania intercambiando zalamerías con Vladimir Putin, el autócrata de la regresión soviética que asusta a Occidente bombardeando hospitales. A ese Alberto debilitado es al que Máximo le quitó el voto de treinta diputados imprescindibles.

“Es tristísimo lo que está haciendo La Cámpora”, sorprendió el piquetero kirchnerista Luis D’Elía. Defendió el acuerdo con el FMI en las radios y lanzó una frase mortal para cualquier peronista. “Tienen mucha mayor responsabilidad en mandarlo a una situación de enorme debilidad al Presidente. Lo que no puede hacer nuestra querida Cristina…, no delarruicemos a Alberto”, rogó el dirigente que estuvo preso en nombre del kirchnerismo.

Más cómodo en un lugar de diputado raso, Máximo Kirchner se mantiene en silencio por estas horas. Prefirió concentrar el flow de la provocación en un par de videos apuntándole al FMI en el mismo momento en el que el Gobierno anunciaba un acuerdo con el organismo para reestructurar la deuda externa que abultaron todos los presidentes sin excepción desde la restauración democrática de 1983. Algunos tomando deuda directa con el Fondo (Fernando de la Rúa, Mauricio Macri), y otros engrosando el endeudamiento con lanzando bonos privados, importando energía (Cristina), o tomando préstamos a tasas altísimas con la Venezuela de Hugo Chávez (Néstor).

En uno de los videos, el protagonista es el discurso con el que Néstor Kirchner anunció el pago de 10.000 millones de dólares al FMI para cancelar la deuda pendiente en 2006. El otro es un video de campaña, con cuatro minutos de discursos de Máximo criticando al Fondo y a la oposición. “Los videos son una vergüenza y le hacen mucho daño al Presidente”, masculla uno de sus ministros en off the récord. Ni él, ni ningún otro miembro del Gabinete se atreverá a repetir el concepto de forma pública.

El Gobierno está obligado a partir en dos el proyecto de acuerdo con el FMI, porque los diputados de Juntos por el Cambio solo le votarán la refinanciación de la deuda para que la Argentina no caiga en default. Pero no acompañarán el programa de ajuste económico con tarifazo que diseñó Martín Guzmán. Si hubieran estado los votos del kirchnerismo que se llevó Máximo con su renuncia, les habría alcanzado para cumplir la promesa de aval institucional que el ministro de Economía hizo en Washington.

El fantasma que más temen el Presidente y sus colaboradores es que Máximo Kirchner haga en el Congreso un discurso de barricada contra el FMI y contra el acuerdo. Una arenga tribunera con la treintena de diputados kirchneristas ovacionándolo es la pesadilla que asalta al albertismo en estos días de tensiones sin remedio. “Máximo no va a doblar la apuesta; ya dijo todo lo que tenía que decir”, es el mensaje tranquilizador que les enviaron. Pero lo que menos abunda en el Gobierno es la tranquilidad.

Los veteranos de la política con mejor estándar de memoria comparan este momento con los proyectos de Punto Final y Obediencia Debida, que oscurecieron el último tramo de la presidencia de Raúl Alfonsín. Arrinconado por las crecientes presiones militares, el líder radical debió aprobar en el Congreso dos leyes que lo amargaban. Lo hizo para apaciguar a quienes reclamaban que no se extendieran más los juicios por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura.

Con paciencia de líder, Alfonsín fue convenciendo uno por uno a los legisladores radicales. “Es una cuestión de Estado para llegar al final del gobierno y entregarle el mando a otro presidente civil”, era el argumento que la mayoría aceptó. Uno de sus dirigentes preferidos, Federico Storani, se abstuvo con el Punto Final y admitió que votaba la obediencia debida “con la nariz tapada”.

El momento puso a prueba los nervios de aquellos radicales, los primeros en gobernar después de la noche de la dictadura militar. El presidente de la Juventud Radical, el hoy embajador kirchnerista ante la OEA Carlos Raimundi, le llevó a Alfonsín un documento en el que planteaban su rechazo a las dos leyes obligadas. El Presidente, en la soledad de la Casa Rosada, rompió suavemente las hojas del pronunciamiento sin siquiera leerlas.

“Esto es una mierda…”, escupió Alfonsín frente a Raimundi, sorprendiendo al vulnerar la línea de los buenos modales.

“¿Se creen que soy un cagón? Yo tengo una responsabilidad de Estado”, agregó, antes de dar media vuelta e irse por un pasillo.

Son escenas de otros tiempos. Impensables en estos días donde es habitual no hacerse cargo de las responsabilidades de Estado. A Máximo Kirchner nadie le dirá nada parecido a aquel exabrupto de Alfonsín. Le bastará seguramente con uno o dos videos en las redes sociales, porque el nivel de las decisiones políticas ha descendido a profundidades hasta ahora desconocidas.

 

 

* Para TN

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