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El Gobierno confunde peras con bananas

OPINIÓN 20/02/2022 Joaquín Morales Solá*
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Rápido como un rayo, el ministro de Economía, Martín Guzmán, salió a aclarar que se enviaría al Congreso todo el eventual acuerdo con el organismo. Todo, nada sería secreto. Detrás de él, apareció también el habitualmente silencioso jefe de Gabinete, Juan Manzur, y complicó más las cosas: el Congreso, dijo, deberá aprobar todo el acuerdo con el Fondo. ¿Todo? ¿También la carta de intención y el memorándum de entendimiento? ¿329 legisladores nacionales, entre diputados y senadores, analizarán, debatirán, aprobarán o rechazarán cuestiones de gran sensibilidad técnica, escritas con el lenguaje hermético de los expertos? El Gobierno está confundiendo peras con bananas, según la metáfora de Sergio Berni, en un tiempo que se encoge dramáticamente. 

La confusión comenzó cuando Alberto Fernández decidió hacer aprobar una ley en 2020, por la que el Gobierno necesitará siempre la aprobación del Congreso para firmar un acuerdo con el Fondo. Esa decisión no era necesaria, porque no la movía la obligación de la transparencia (el Fondo no paga sobornos ni comisiones), sino porque quería diferenciarse de Macri. Manzur, que en los tiempos inaugurales del macrismo solía estar muy cómodo cerca de Macri, señaló el jueves último que esa nueva ley impedirá que se tomen créditos por voluntad de una sola persona, “como hizo Macri”, repitió. En rigor, desde Raúl Alfonsín hasta Macri, pasando por Carlos Menem y el propio Néstor Kirchner, firmaron acuerdos con el Fondo sin recurrir al Congreso. No hicieron nada ilegal. Siempre las negociaciones con el Fondo fueron una facultad del Poder Ejecutivo. Además, una ley de 1992, la de administración financiera, aprobada por el Congreso en plena vigencia del sistema democrático, fijó las reglas estrictas que debe cumplir el Gobierno para tomar crédito con la necesaria aprobación del Parlamento, “salvo cuando se trate de los organismos multilaterales de crédito”. El Fondo es un organismo multilateral. Su dinero es el dinero de los países que lo integran, y su directorio está formado por los representantes de gobiernos, no de bancos ni de fondos privados. Su director general y el subdirector son designados después de intensas negociaciones entre Estados Unidos y Europa. Dicho con palabras claras: son los gobiernos de países los que distribuyen los recursos del Fondo, no un núcleo perverso de sectores financieros, como recita el decálogo kirchnerista desde que el kirchnerismo existe.

Más que una ley para que el Congreso aprobara los préstamos del Fondo, se necesitaba, en verdad, una ley para limitar los gastos del Estado. La deuda es una consecuencia del déficit que provoca un gasto desbocado. De hecho, el propio Alberto Fernández tomó deuda pública por valor de 50.000 millones de dólares durante sus dos años de gestión, según datos oficiales que difundió el exministro Alfonso Prat-Gay. El actual presidente resolvió también suspender la ley de responsabilidad fiscal, que limitaba la posibilidad de malgastar los recursos del Estado. Le puso condiciones al acceso a los créditos del Fondo, pero desligó de responsabilidades a los funcionarios que deciden sobre el gasto público. Nada es malo si el resultado es tomar distancia de Macri, pero Macri ya no es el Gobierno. Ningún país puede decidir mirando solo parcelas de su historia. En 2015, Cristina Kirchner le legó a Macri un Estado con el 5,4 por ciento del déficit sobre el PBI, según también datos oficiales. Las reservas de dólares del Banco Central eran negativas. No había dólares. Macri debió optar en aquel año entre la propuesta de Carlos Melconian, que sostenía que el nuevo gobierno debía recortar de inmediato los descontrolados gastos del Estado, y el proyecto de Prat-Gay, que respaldaba un aterrizaje suave desde el enorme despilfarro estatal heredado, con la ayuda de créditos de los mercados financieros internacionales. Macri eligió la propuesta de Prat-Gay porque coincidía con sus escasos márgenes de acción política. Sobre todo, con un Congreso controlado por el peronismo.

La clave de bóveda de estos días consiste en saber qué mandará el Gobierno al Congreso. Según fuentes oficiales, el Gobierno enviará en los próximos días un proyecto de ley que autorizará el préstamo del Fondo y solo mandará como anexo la carta de intención o el memorándum de entendimiento. Cuidado. La parte resolutiva del proyecto no debería ni siquiera mencionar los anexos, porque el Congreso deberá, en tal caso, votar también los anexos. No hay pronósticos de drama. El proyecto será aprobado, aunque es imposible predecir cómo será aprobado. Juntos por el Cambio dará el quorum, en cualquier caso, pero podría abstenerse si lo obligaran a aprobar la carta de intención enviada al Fondo. La carta de intención incluye decisiones que serán la política económica del oficialismo, y esta es responsabilidad del Gobierno, no de la oposición. En cambio, una ley que se limite a autorizar al Gobierno a firmar el préstamo con el Fondo contará con los votos favorables de la coalición opositora. El Gobierno debe decidir si quiere una aprobación con solo 90 o 92 votos de los 257 diputados que hay (el resto se abstendría o votaría en contra) o si aspira a una aprobación con más de 200 votos. Las abstenciones no se cuentan y el proyecto podría ser aprobado solo por una mayoría insignificante de los legisladores presentes. Una aprobación lograda con pocos diputados dejará expuesta la debilidad del gobierno de Alberto Fernández, incluso ante el Fondo Monetario.

El gobierno de Joe Biden cumplió en Washington con su promesa: no es un obstáculo para que la Argentina pueda esquivar un default con el Fondo Monetario. Al contrario, los mensajes de Biden al Fondo están ayudando a llegar al acuerdo. Esa decisión, que se anticipó siempre, no oculta ni ignora el malestar que realmente existió con Alberto Fernández por las palabras que dijo sobre Estados Unidos delante de Vladimir Putin, justo en el instante de mayor tensión entre Washington y Moscú desde el fin de la Guerra Fría. Una probable guerra en Europa, en la frontera de Rusia con Ucrania, promovida por Putin, un autócrata narcisista y misógino, es hoy la principal preocupación de Estados Unidos, como consignó ayer en LA NACIÓN el periodista Rafael Mathus Ruiz. El periodista también informó que el gobierno de Biden espera la solidaridad de Alberto Fernández si Putin descerrajara la guerra. No pide nada extraño: la doctrina internacional vigente desde la Segunda Guerra prohíbe a cualquier país la invasión por la fuerza de otro país. La Argentina del kirchnerismo no debería hacer una excepción con Putin. ¿O, acaso, es mejor Putin que Biden?

Peor que la supuesta herencia de Macri es el egoísmo de los Kirchner. La decisión de Máximo Kirchner de abandonar el liderazgo del bloque oficialista en protesta por el acuerdo con el Fondo, que todavía no estaba terminado, y de difundir públicamente conversaciones privadas con Alberto Fernández (en las que le dijo que nunca estuvo de acuerdo con la decisión de su madre de ungirlo como presidente) significó una crisis de profundidades desconocidas en la coalición. Tanto es así que el nuevo líder del bloque oficialista de Diputados, Germán Martínez, prefiere por ahora contabilizar como abstenciones los probables votos de los seguidores de La Cámpora. Si al berrinche del hijo se le suma la actitud displicente de la madre respecto del Presidente, debe concluirse que todo será peor para este en el mundo de ingratos que le tocó vivir. Los opositores están más dispuestos que el cristinismo a ayudarlo, siempre que el Presidente comprenda algo tan simple como que ahora el Gobierno es él y que Macri está en la oposición.

 

 

* Para La Nación

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