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La denodada lucha de Máximo Kirchner por ser alguien

OPINIÓN 18/12/2021 Ernesto Tenembaum*
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Una de las misiones centrales del jefe de un bloque oficialista consiste en lograr que los proyectos del Poder Ejecutivo sean aprobados en la cámara donde se desempeña. En ese sentido, Máximo Kirchner tenía un desafío desde septiembre de este año: conseguir la aprobación del presupuesto enviado por el Gobierno al que pertenece. Por eso, lo que ocurrió en la mañana de ayer representa un fracaso, una evidencia de mala praxis, una demostración palmaria de que, al menos en este caso, no estuvo a la altura del cargo que ocupa. Se puede discutir quién es el culpable de un fracaso, pero eso evidencia que el fracaso existió.

La seguidilla que llevó a ese fracaso es impresionante por su transparencia. El presupuesto fue enviado en septiembre. En ese momento, el Frente de Todos tenía una primera minoría cómoda en Diputados y una mayoría abrumadora en el Senado. El 12 de septiembre se realizaron las elecciones primarias. Ese día quedó muy en claro que la comodidad del Frente de Todos en el Parlamento tendría una fecha tope: el 10 de diciembre, cuando asumieran los nuevos diputados y senadores sería más difícil aprobar cualquier cosa. La lógica más sencilla indicaba que era el momento de apretar el acelerador, que luego todo debería ser más negociado. No sucedió.

En medio de ese proceso confuso, desde las cercanías del diputado difundían que maltrataba al ministro Martín Guzmán en reuniones privadas, o que Cristina Kirchner lo hacía esperar de manera interminable cuando iba al Senado para explicarle la negociación con el Fondo Monetario.

Perdido ese momento, donde el FDT aún era mayoría, lo que Máximo Kirchner debía hacer era negociar para obtener lo más parecido a lo que quería su Gobierno. Conseguir una mayoría por medio de un acuerdo. No es algo tan complicado de entender. Forma parte de la lógica del tratamiento de una ley. Sin embargo, el oficialismo fue al recinto sin tener ninguna garantía de que podría conseguir esa mayoría: más bien todo lo contrario. ¿Quién habrá decidido ese disparate?

El momento más impresionante ocurrió en la mañana de ayer. El Gobierno había llegado a un acuerdo con la oposición para negociar. Era eso o una derrota. Y el presidente Alberto Fernández había elegido la primera opción: negociar. Es su estilo. Máximo tomó el micrófono y dinamitó esa negociación. Cuando le preguntaron, en un medio oficialista -porque rara vez se atreve a salir de ese redil- qué había hecho, dijo: “Algunos quieren que levante la patita y haga el muertito. No me van a domesticar”.

Vaya uno a saber a quién se refería. En los hechos, lo que un Presidente pide de un jefe del bloque oficialista no es que se humille, ni que levante la patita, ni que se haga el muertito. En política eso son pavadas. Su función es, simplemente, la de aprobar los proyectos de ley. Si el titular de un bloque no está de acuerdo con ese rol -que lo obliga a conducir muchas veces ideas de otro, o a negociar si está en minoría- simplemente debe correrse de ese lugar. En otras palabras: si aprobar algunos proyectos ofende su dignidad al punto de desobedecer a su jefe de Estado, se debe correr y ya está. La dignidad tiene esos precios.

Ayer a la tarde, en lo más alto del Gobierno no cabían dudas. Máximo Kirchner, decían, saboteó una decisión del Presidente. ¿Por qué? Aquí solo caben especulaciones. ¿No quiere que se apruebe el acuerdo con el Fondo y sabe que la aprobación del presupuesto es un paso necesario hacia ese objetivo? ¿Está en su naturaleza sabotear a cualquier líder político que no lleve su apellido, como hizo antes en Santa Cruz con Daniel Peralta? ¿Es orden de su madre?

Hay un drama personal inocultable en el derrotero de Máximo Kirchner. Debe ser difícil ser hijo de dos presidentes y no estar dando examen todo el tiempo. Kirchner está donde está por una cuestión genética. Algunos opinarán que sus cualidades lo habilitan a estar allí, otros que no. Pero aquí no hay una iniciativa deslumbrante, un triunfo electoral rotundo, un libro, una carrera: hay un apellido, con una inocultable vocación política. Hay políticos que tuvieron iniciativas deslumbrantes, o triunfos electorales más importantes. Pero no ocupan ese lugar porque sus padres son otros.

¿Qué es lo que le da a Kirchner, por ejemplo, derecho a ser presidente del PJ bonaerense? Si su agrupación solo gana en un distrito del conurbano, ¿por qué debería tener semejante honor? La respuesta es sencilla: porque tiene el respaldo de su madre, cuyos votos son desequilibrantes en el peronismo del conurbano. Sin ese respaldo, no tendría ese cargo. Ese lugar imposible, tal vez lo obligue a demostrar todo el tiempo que es algo por sí mismo. El problema es que su rol no tiene como objetivo demostrar que él es alguien sino algo más elemental: aprobar leyes.

Hay otro drama que parece profundamente ideológico. Máximo Kirchner tiene diferencias muy profundas con el Gobierno que integra. Simplemente, no está de acuerdo con la dirección que imprime el peronismo que se ha adueñado, cada vez más, de la Casa Rosada. Esa diferencia fue sintetizada por el sociólogo Federico Zapata de esta manera. En el Gobierno, escribió, de un lado, “están quienes consideran que el peronismo debe transformarse en una cruzada de clase contra el capital” y del otro “quienes consideran que el peronismo debe ser un gestor eficiente del capitalismo (…) que faciliten la (re) emergencia de una clase trabajadora próspera”. Un alto funcionario del Gobierno sintetizó hace unos días: “Cada vez que habla, Máximo parece un militante del FIT”.

Todo eso junto se expresa en los movimientos del jefe de La Cámpora.

Pero el problema tiene una resolución sencilla. El cargo de presidente de un bloque lo obliga a consensuar, y ser el vocero de ese consenso. Si, en lugar de síntesis, quiere ser vértice, debe correrse. Mucha gente en su vida ha renunciado a cargos por una cuestión de convicciones. Los dirigentes políticos relevantes, en algún momento, tienen renunciamientos.

En alguna reunión privada, Kirchner sostuvo que la inminencia de un acuerdo con el Fondo Monetario significaba un daño muy fuerte para la identidad kirchnerista, la herencia que él se siente obligado a defender. Sin embargo, cualquiera que mire con realismo la historia política de su padre, descubrirá que, básicamente, era un negociador, un pragmático, un hombre que privilegiaba el ejercicio y la financiación de su Gobierno, antes que posiciones principistas irreductibles. Kirchner, en ese sentido, era un peronista.

Sea como fuere, está visto que Máximo está dispuesto a vender cara su identidad, a no entregarse, a no hacerse el muertito: está decidido a ser desobediente y a no ser domesticado, signifique eso lo que signifique.

Pequeño problema para el Gobierno.

 

 

* Para www.infobae.com

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